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Opinión

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De camino a las posadas

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Cecilia Kühne

Todo comenzó cuando José, el carpintero, y su esposa María, tuvieron que ir de puerta en puerta pidiendo asilo para pasar la noche. Apenas estaba escribiéndose la historia que habría de cambiar la Historia del mundo y todavía no era un acontecimiento muy relevante. La pareja, era solamente otra de las muchas que, en las largas peregrinaciones, pedía posada para descansar y después continuar su camino. Todavía nadie sabía que María era la elegida, se encontraba embarazada y a punto de dar a luz al mismísimo Jesucristo.

Buena parte del mundo se enteraría, después de haber leído las palabras que los testigos de aquel hecho escribieron en los evangelios, que se hallaban al principio de otros tiempos y los años y los días empezarían a contarse, desde el número uno, a partir de la llegada de aquel niño. Con propósitos de difusión, los primeros creyentes y sacerdotes de aquella nueva religión, decidieron hacer recreaciones de los hechos y representarlos una y otra vez. Tal es, lector querido, el origen de las tradiciones navideñas. En ellas, abundan muchos personajes ilustres del santoral. Dicen, por ejemplo, que fue a San Francisco de Asís, a quien se le ocurrió, por primera vez, hacer la representación del nacimiento de Cristo, por ahí del año 1223. La historia es encantadora pues cuenta que un día helado e invernal, el joven fraile Francisco iba recorriendo la campiña cercana a la pequeña población de Rieti cuando se dio cuenta que la Navidad lo sorprendería en una lejana ermita, muy apartada de su monasterio. Invadido de prematura nostalgia, más que por un afán didáctico, cedió a la inspiración de reproducir en vivo el misterio de Belén. Construyó una casita de paja a modo de portal, puso un pesebre en su interior, trajo un buey y un asno de los vecinos del lugar e invitó a un pequeño grupo de gente a formar parte de la escena (con adoración de los pastores incluida). La gente, por supuesto, participó encantada, hubo lleno total y la algarabía fue tanta que se convirtió en representación con un número ilimitado de funciones. Estará usted de acuerdo, que nosotros incluso en miniatura, reponemos cada año la misma puesta en escena.

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Foto: Francisco de Anda

Correcciones y versiones de la Natividad han ido y venido a lo largo del tiempo. Una de ellas —ya plenamente institucional y puramente mexicana— indica que las fiestas de fin de año se celebraban en México desde hace cuatrocientos años, es decir, más allá del periodo colonial, cuando los antiguos mexicanos festejaban el advenimiento de Huitzilopochtli, dios de la Guerra, justo en el mes llamado panquetzaliztli, correspondiente, según el calendario juliano, al lapso que va del 7 al 26 de diciembre, es decir, casi como nuestras posadas actuales. 

Después llegaron los religiosos agustinos y se dieron a la tarea de sustituir personajes, desaparecer a Huitzilopochtli del culto e iniciar una dura y ferviente labor de evangelización para salvar a todas las almas paganas de estas tierras y armar un protocolo para asegurarles un cómodo boleto al Paraíso.

Al final, todo quedó como ahora: nueve posadas, que se inician el 16 de diciembre y terminan el día 24, con atractivos adicionales: luces de bengala, cohetes, piñatas y villancicos, cantos populares que se ejecutaban con distintas voces y en diferentes festejos. Las actividades, todavía están repletas de símbolos y analogías. La piñata, por ejemplo, es una estrella de siete picos para representar los 7 pecados capitales; está llena de dulces y frutas que significan la gracia divina; la venda en los ojos, es una metáfora de la fe — ciega, cual se debe— el palo, la fuerza de Dios combatiendo al pecado, y los invitados, que gritan y piden se rompa la piñata, los feligreses de la Iglesia católica.

Las posadas que ya inician —momento estelar del Maratón Guadalupe Reyes— también han cambiado con el tiempo. De liturgia puramente religiosa, se fueron convirtiendo en el acto social que abrevó en las francachelas del siglo XIX, las reventadas celebraciones del siglo XX y las apantallantes fiestas de hoy, en este inmersivo siglo XXI. Enmudecieron las guijolas, se apagaron las velitas multicolores, los niños y jóvenes pidiendo confites y canelones están eliminados y unos licores brillosos suplen al tradicional ponche de granada y jamaica con piquete. Los banquetes ya no rifan ni las botanitas de marca; reinan los bocadillos veganos, prehispánicos y sin gluten y los asistentes bailan, no como si estuvieran en una fiesta religiosa, sino en tremenda alucinación colectiva.

A partir de hoy, vaya a donde lo inviten, piense que no hay que memorizar ningún cántico a la divinidad para que lo dejen entrar, pero sea moderado. El desvelo y la resaca de la mañana siguiente, permanecen. No se agobie, lector querido, piense que no hay nada que no se arregle tomando mucha agua y un par de aspirinas, y que vida sin fiestas es como largo camino sin posadas. 

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Estudió Letras Hispánicas en la UNAM, es especialista en historia y literatura mexicana del siglo XIX. Comenzó escribiendo sobre temas culturales en El Economista y no ha abandonado el periodismo ni las letras desde entonces. Actual­men­te trabaja en el IMER haciendo guiones e inventando y transmitiendo contenidos.

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