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México 2026: el año de la economía independiente

Maribel Núñez Mora F. | Columna Invitada
Durante buena parte del siglo XX, México construyó su progreso sobre una idea central: el empleo formal era el camino más seguro hacia la estabilidad. Tener un trabajo con contrato, prestaciones y una nómina fija equivalía a pertenecer al proyecto nacional del desarrollo. Pero esa ecuación ya cambió.
A medida que entramos en 2026, se cierra un ciclo. La economía mexicana está dejando atrás su dependencia del empleo tradicional y comienza a reconocer -a veces sin nombrarlo aún- el ascenso de una nueva fuerza productiva: la clase trabajadora independiente. No es una moda ni un fenómeno marginal. Es la respuesta estructural de millones de mexicanos a un modelo que dejó de ofrecer movilidad real.
El cierre de un ciclo: del empleo como identidad al trabajo como elección
Durante la última década, el trabajo dejó de definirse por su forma y comenzó a definirse por su sentido. La estabilidad ya no se mide en años dentro de una misma empresa, sino en la capacidad de sostener ingresos, proyectos y libertad a la vez. La pandemia aceleró este cambio, pero sus raíces son más profundas: el encarecimiento de la vida, los salarios que no crecieron al ritmo de la productividad y la transformación tecnológica que hizo posible trabajar desde cualquier lugar.
Hoy, el trabajo formal ya no es sinónimo de seguridad, y el empleo independiente dejó de ser sinónimo de riesgo. El ciclo se invierte. El trabajador independiente -el que factura, asesora, crea, enseña, diseña, repara, emprende o combina varias fuentes de ingreso- se está convirtiendo en el nuevo motor económico del país.
La expansión silenciosa de la independencia laboral
Según los datos más recientes del INEGI, más de 14.5 millones de mexicanos se encuentran en condición de trabajo independiente, cifra que representa alrededor del 27% de la población ocupada. Si se suma a quienes participan en esquemas mixtos -empleo formal más actividades por cuenta propia o freelance-, la proporción supera el 40%.
Y lejos de ser un fenómeno de subsistencia, en los últimos años ha crecido el número de profesionistas, técnicos y creativos que operan bajo este esquema: abogados, arquitectos, diseñadores, programadores, consultores y especialistas de alto nivel que, ante el estancamiento salarial, decidieron apostar por la autonomía.
El resultado es el surgimiento de una clase media independiente: un grupo que trabaja sin jefe, sin horario y sin oficina fija, pero con la convicción de que la estabilidad ya no depende de un solo ingreso.
Del empleo al ecosistema productivo autónomo
La economía independiente no se limita al autoempleo; está creando un ecosistema productivo más ágil y descentralizado. Pequeñas agencias digitales, despachos unipersonales, startups de servicios profesionales, consultorías y microemprendimientos forman una red que aporta innovación y resiliencia a la economía.
De acuerdo con proyecciones del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), América Latina podría incrementar hasta 1.5 puntos porcentuales del PIB si integrara plenamente a los trabajadores independientes en esquemas formales y de productividad medible. México, con su masa creciente de talento autónomo, está en posición privilegiada para hacerlo.
2026 podría ser el año en que esa fuerza deje de ser vista como “informal” y empiece a ser reconocida como una economía en sí misma, con reglas, plataformas y métricas propias.
El valor del tiempo y la autonomía como palanca de crecimiento
En columnas anteriores hemos hablado del tiempo como activo económico. En el caso de los trabajadores independientes, esa lógica alcanza su máxima expresión. El tiempo deja de ser una variable pasiva -horas cumplidas- y se convierte en el insumo más valioso de la productividad moderna.
Cada hora bien gestionada por un profesionista independiente puede traducirse en valor directo: creación, asesoría, conocimiento aplicado o innovación. Esa relación entre tiempo y autonomía genera un tipo de crecimiento que no depende de estructuras jerárquicas, sino de la capacidad de cada persona para usar su talento de manera flexible.
Esa flexibilidad -que antes se veía como vulnerabilidad- se ha convertido en una ventaja competitiva nacional. Una economía que distribuye su producción entre millones de pequeños actores es más resiliente que una concentrada en pocos grandes empleadores. Y eso será clave en un contexto global de incertidumbre y automatización.
El desplazamiento silencioso y sus costos invisibles
Sin embargo, no todo este tránsito hacia la independencia ha sido voluntario. Entre los profesionistas mayores de 40 años, una parte importante ha llegado al autoempleo por falta de oportunidades laborales, no por elección estratégica. Las empresas, en su búsqueda de estructuras más ligeras, han desplazado a perfiles experimentados hacia esquemas de contratación temporal o de prestación de servicios.
Muchos de ellos pagan impuestos y generan valor, pero al hacerlo fuera de la seguridad social formal dejan de aportar a los fondos de salud, pensiones y vivienda. De acuerdo con estimaciones del IMSS, en los últimos cinco años el número de trabajadores independientes registrados con aportaciones regulares se ha mantenido prácticamente estancado, mientras el universo de profesionales que operan sin cobertura crece cada trimestre.
El impacto no es menor: menos trabajadores formales significa menos ingresos para el sistema de seguridad social y, en consecuencia, menos capacidad del Estado para sostener sus compromisos futuros. Este fenómeno -invisible para muchos indicadores- debería encender una alerta en el gobierno: el costo de la informalidad profesional se está acumulando lentamente en las finanzas públicas.
A esto se suma otro desafío: una confianza del consumidor que lleva varios meses en descenso, afectando directamente a quienes dependen del gasto privado para sostener sus servicios. El profesionista independiente enfrenta así una paradoja compleja: mayor libertad, pero menor certidumbre. Y sin políticas públicas que incentiven su formalización o su acceso al crédito, ese equilibrio se vuelve cada vez más frágil.
2026: el punto de madurez
Cada década deja una huella en la estructura del trabajo. La de los noventa fue la era de la apertura económica; la de los dos mil, la del empleo formal y la estabilidad institucional; la de los veinte, la del cambio digital. 2026 puede marcar el inicio de una nueva etapa: la economía independiente como eje del crecimiento nacional.
El cierre de ciclo no significa ruptura, sino integración. La economía formal y la independiente pueden coexistir, complementarse y fortalecerse mutuamente. La primera aporta estructura y regulación; la segunda, agilidad e innovación. La convergencia entre ambas puede redefinir la competitividad de México frente al mundo.
La visión: México y su nueva clase productiva
El país está lleno de historias que anticipan ese futuro: profesionistas que dejaron su empleo para asesorar a empresas; mujeres que convirtieron sus habilidades en marcas personales; jóvenes que monetizan conocimiento, creatividad y tecnología desde sus casas o desde un café.
Son ellos quienes están sosteniendo buena parte del consumo interno, impulsando la digitalización de los servicios y diversificando la economía local. Son, silenciosamente, la nueva clase trabajadora mexicana.
Como advierte el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), “la capacidad de los trabajadores para generar ingresos fuera del empleo tradicional será un factor determinante del crecimiento económico en la próxima década”. Y el Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) complementa: “la autonomía laboral, bien gestionada, puede convertirse en un motor de movilidad social y de reducción de desigualdad”.
2026 no será solo un cambio de calendario. Será el año en que México empiece a medir su prosperidad no por cuántos empleos crea, sino por cuánta libertad económica y productiva es capaz de generar.
Porque la independencia ya no es el margen de la economía. Es, cada vez más, su corazón.
*La autora es mentora de Transformación Integral.

