Lectura 3:00 min
Política del insulto
Hannia Novell | Columna Invitada
En México, la política se ha degradado a una trinchera de insultos.
En lugar de deliberar, discutir, proponer, analizar y acordar, la clase política mexicana decidió convertirse en protagonista de un espectáculo de gritos, descalificaciones personales y pleitos transmitidos en vivo.
Diputados que se arrojan adjetivos como armas, senadores que prefieren la ocurrencia antes que el argumento, funcionarios que creen que gobernar es acumular retuits con frases hirientes. Así, el debate público se ha reducido a la caricatura de lo que debería ser un Congreso, un gabinete o un gobierno.
La comparación es inevitable. Mientras un país que enfrenta a Donald Trump necesitaría políticos con temple, visión estratégica y capacidad diplomática, lo que tenemos son voceros que responden con bravatas vacías, con sarcasmos de sobremesa y con discursos diseñados para la coyuntura del noticiero nocturno.
Frente a un vecino que amenaza con aranceles, muros y deportaciones, México debería exhibir estadistas capaces de construir consensos internacionales, tender puentes y sostener posiciones firmes.
En cambio, se privilegia la confrontación doméstica: los legisladores se desgarran entre sí, los partidos convierten cada sesión en un ring y los gobernantes se obsesionan más con aplastar al adversario interno que con defender al país de la presión externa.
La violencia del crimen organizado ofrece otro espejo cruel. Un Estado sometido a cárteles que controlan territorios, que imponen toques de queda, que secuestran y asesinan con impunidad, requeriría de líderes con sentido de urgencia, voluntad de coordinación y capacidad de diseñar políticas integrales.
Sin embargo, lo que vemos es una élite política en permanente espectáculo, discutiendo quién insultó peor, quién descalificó con más creatividad, quién logró viralizar su enojo.
México se encuentra atrapado entre dos fuegos: el intervencionismo de Trump, que no ha renunciado a usar nuestro país como moneda de cambio electoral, y el terror cotidiano del crimen organizado, que actúa como un poder paralelo en regiones enteras.
Ante esa doble presión, se necesitarían políticos con serenidad frente a la crisis, capacidad de negociación ante la amenaza externa y sensibilidad humana frente al dolor de la violencia. En cambio, nuestra clase política convirtió el insulto en argumento y reemplazó las propuestas con ofensas.
Insultar, gritar y ridiculizar al adversario es fácil. Lo que cuesta trabajo es diseñar políticas públicas, proponer soluciones, construir acuerdos. Los políticos mexicanos han elegido el camino más corto y más pobre: confundir la agresión con la contundencia, la descalificación con la firmeza, el espectáculo con la representación.
El costo de esta política del insulto es alto. Se erosiona la confianza ciudadana en las instituciones, se normaliza la idea de que el poder es un circo y se cancela la posibilidad de diálogo democrático.
El México de hoy necesita políticos que entienden que el país solo puede sobrevivir con unidad frente a presiones externas. En su lugar, tenemos funcionarios que confunden la diplomacia con el berrinche, legisladores que cambian el micrófono por la injuria y gobernantes que creen que gobernar es insultar al adversario en turno.
México necesita estadistas, pero lo que tiene son gladiadores verbales. Y mientras no haya un cambio de actitud, lo único que avanzará será el insulto, no la Nación.