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El barril de Maduro
Opinión
Imagínese a un capitán de barco petrolero fondeado frente a las costas de Venezuela. Tiene 11 millones de barriles a bordo y una orden simple: no moverse. Desde que Estados Unidos capturó el barco petrolero "Skipper" la semana pasada, ningún barco que no sea de Chevron se atreve a zarpar desde Venezuela. Ayer, Trump formalizó ese bloqueo y con ello cerró la única salida económica para el régimen de Nicolás Maduro. El miedo llegó antes que el decreto.
Pero este bloqueo no se quedará en el Caribe. Así funciona el petróleo: no hace falta que desaparezca un barril para que suba de precio. Basta con que alguien, en alguna oficina de seguros en Londres o una casa de trading en Singapur, decida que mover crudo por esa zona ya no vale el riesgo. El seguro sube. El flete sube. Los bancos dejan de financiar. Y todo eso, eventualmente, se paga en cada gasolinera del mundo.
Venezuela exportaba hasta hace unos días unos 900 mil barriles diarios. No es mucho para un mercado global de 104 millones. Pero no es cualquier petróleo: es crudo extra-pesado del Orinoco, una sustancia tan densa que a temperatura ambiente parece asfalto. Para que fluya por los oleoductos necesita mezclarse con nafta importada de Rusia. Para refinarse requiere plantas especializadas que solo existen en ciertos puntos del Golfo de México, incluyendo Texas. Cuando algo falla en esa cadena, y siempre falla algo, el volumen se desploma de un día para otro. Ahora agregue los portaaviones y la Marina de EE.UU. patrullando la zona y sanciones frescas contra seis supertanqueros de petróleo venezolano.
China compra el 80% de ese crudo, a precio de descuento, desafiando las sanciones con una flota de tanqueros fantasma. Pero hasta los compradores asiáticos más audaces recalculan cuando está el poder militar de Estados Unidos de por medio. Esta semana, el tráfico marítimo venezolano se paralizó. Solo Chevron, con licencia explícita del Tesoro, siguió operando. Envía unos 150 mil barriles diarios a refinerías texanas.
Ese flujo, aunque menor, importa. Las refinerías del Golfo de México viven de petróleo denso. Fueron diseñadas hace décadas para procesarlo, cuando Venezuela y México eran proveedores confiables. Hoy México exporta cada vez menos y Venezuela está bajo bloqueo. Pueden sustituir con crudo canadiense, pero hay límites: los oleoductos no dan para más, y el barril de Alberta no es exactamente igual al del Orinoco. El ajuste se sentirá primero en el diésel de los camiones, después en la gasolina de los autos, justo cuando la inflación energética es veneno electoral para cualquier gobierno.
Lo irónico es que nada de esto debería pasar. Venezuela tiene las mayores reservas petroleras del planeta: 303 mil millones de barriles enterrados en la Faja del Orinoco. Más que Arabia Saudita. Más que Irán e Irak juntos. Pero el mundo no paga por lo que hay en el subsuelo; paga por lo que puede llegar al mercado sin que la Marina de Trump lo intercepte o el sistema financiero internacional congele la transacción.
¿Y si Maduro cae? El petróleo venezolano no regresará mañana. Años de desinversión dejaron los campos en ruinas. Reparar pozos abandonados, importar diluyentes, reconstruir la confianza de inversionistas que ya fueron expropiados una vez: eso toma años, no meses. El mercado lo sabe. Por eso, con bloqueo o sin él, la incertidumbre ya está incorporada en cada contrato de futuros.
En energía no existen los arreglos rápidos. La factura de lo que pase en el Caribe no se quedará en Caracas. Llegará a los tanques de gasolina, a las cadenas logísticas, y a cada presupuesto público que dependa de combustibles. Incluido el de México.