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La muerte del Estado administrativo

Opinión
En marzo, la comisionada Rebecca Slaughter salió del edificio art decó de la Federal Trade Commission en Washington con una caja de papeles bajo el brazo. No la perseguía ningún escándalo ni una investigación interna: el presidente de Estados Unidos simplemente había decidido despedirla antes de que concluyera su periodo como comisionada de la agencia reguladora, por razones políticas. Esa escena se ha convertido en el símbolo de una disputa mucho más profunda en ese país.
El lunes, la Suprema Corte de Estados Unidos escuchó los alegatos en Trump v. Slaughter, el caso que podría desmontar la regla que desde 1935 limita la facultad presidencial de remover a los integrantes de agencias independientes como la FTC. La mayoría conservadora de la Corte se mostró dispuesta a debilitar o incluso enterrar el precedente que prohibía correr a integrantes de órganos reguladores y adoptar la teoría del “ejecutivo unitario”, según la cual todo funcionario que ejerce poder ejecutivo debe estar sujeto al despido libre por parte del presidente. Si esa visión prevalece, el titular de la Casa Blanca podrá controlar de manera directa a quienes hoy dirigen la FTC, la Agencia reguladora de valores (SEC), la Comisión de Seguridad de Productos de Consumo, la junta laboral o, por la vía de la presión política, al Sistema de la Reserva Federal, el banco central de ese país.
Este no es un debate de nicho entre constitucionalistas. Las agencias independientes surgieron para aislar ciertas decisiones en materias como competencia económica, regulación financiera y energía del vaivén electoral y de las urgencias de corto plazo. El precendente legal de permitir que el Congreso blindara a esos árbitros mediante periodos fijos y protección frente al capricho presidencial. Echar abajo ese diseño es sustituir contrapesos administrativos por un presidente todopoderoso que por la mañana firma órdenes ejecutivas y por la tarde descabeza a los reguladores.
Esa tonada nos suena conocida en México. El obradorismo construyó durante años un relato contra los órganos autónomos. Dijo que eran caros, opacos, capturados por tecnócratas neoliberales. El “Plan B” electoral intentó recortar capacidades del Instituto Nacional Electoral y someterlo presupuestalmente al Ejecutivo. La Suprema Corte lo frenó, pero el siguiente movimiento fue más ambicioso: una reforma para extinguir al INAI, la Cofece, el IFT, la CNH, la CRE y repartir sus funciones entre secretarías y funcionarios mediocres. Claudia Sheinbaum prometió ajustes, pero no ha renunciado a recentralizar el poder en la Presidencia y de convertir a los reguladores en dependientes de Presidencia.
En ambos países la narrativa es seductora: devolverle el control al pueblo frente a burócratas que nadie eligió. En la práctica, lo que se hace es reemplazar árbitros profesionales por cuadros leales. Un presidente que puede despedir a quien regula bancos, plataformas digitales o petroleras tiene un incentivo permanente de premiar aliados y castigar disidentes.
Las empresas, a su vez, dejan de seguir la ley y mejor convencen a los políticos. Saben que hoy la autoridad de competencia puede bloquear una fusión y mañana, tras un berrinche presidencial, esa misma autoridad puede ser decapitada.
La ironía es que ni la FTC ni la Cofece o el IFT eran espacios ajenos a la política. Sus integrantes son nombrados por el poder político, comparecen ante el legislativo y aplican leyes aprobadas democráticamente.
La diferencia entre un modelo de agencias independientes y uno de presidencialismo total no es la presencia o ausencia de política, sino la existencia de reglas que sobreviven a la duración de un solo liderazgo.
