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Opinión

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Elvis Presley y los derechos civiles. Un ruta de intuición

Las biografías ilustran. Al leerlas, nos adentramos en las historias y saberes de otros, comprendemos sus flaquezas y también los aciertos que marcan sus decisiones. Ahondar en la vida y la obra de personajes célebres, estadistas y rockstars nos hace más objetivos y empáticos, tanto, que dejamos de envidiarles los éxitos, por ser partícipes del esfuerzo que los cimentaron. 

Las películas son una exclente herramienta de difusión y conocimiento. Entendí el carácter y la formación Mahatma Gandhi, gracias al filme de Richard Attenborough (1982), de la misma forma en que me acerqué a los dilemas del talentoso Mozart gracias al “Amadeus” de Milos Forman (1984) e hice conciencia del abuso y la discriminación hacia las personas con discapacidad con la película “My left foot”, que narra el viacrucis del escritor, poeta y pintor con parálisis cerebral, Christy Brown, con la dirección de Jim Sheridan y la interpretación del ganador del Oscar, Daniel Day-Lewis.

Originario de Tupelo, Missisipi, donde nació en 1935, Elvis Aaron Presley se reconoce igual como “el rey del rock and roll” que como uno de los símbolo más representativos de la cultura norteamericana de la posguerra.

Lo traigo a cuento por la última producción de Baz Luhrmann, “Elvis” (2022), protagonizada por Austin Butler y Tom Hanks. En ella, el productor nos introduce en la vida de Presley través de la relación del artista con “el coronel” Tom Parker, su representante por casi veinte años. Además de enumerar los abusos de Parker, su ludopatía y los ardides para boicotear la gira internacional con la que tanto soñaba el cantante, el filme describe a detalle el desfalco del promotor, los proyectos fallidos y el extenuante ciclo de conciertos en Las Vegas, que acabó por matar a Elvis.

Si bien exhibe el dolor y la adicción del también actor por las drogas prescritas, en especial las píldoras de codeína, la película ofrece un componente poderoso al mostrar las filiaciones naturales de Elvis con la música negra y la forma en la que ésta motivó su famoso meneo e influyó en la libertad de sus “remixes” hechos de rock, soul y gospel. 

La primera escena de la película es explícita: cautivado por la cadencia de los sonidos que llegan desde la calle, un niño inocente de piel blanca y ojos celestes llega al Auditorio Ellis en Memphis, Tennessee. El espectáculo lo embelesa, fundiéndolo al elevado delirio de un nutrido grupo de personas de color que se entrega a la música evangélica. El confundido muchachito camina  hacia el centro del recinto, se une al canto y comienza sacudirse, poseído por la síntesis de voces e instrumentos.

Es tan intenso el estado de comunión del niño, que sus ojos se desorbitan y el ritmo se adueña de su ser. Impresionados, algunos de los asistentes intentan hacerlo entrar en razón y sacarlo del estupor que lo mantiene preso. ¡No lo toquen!, ordena el pastor, ¿No se dan cuenta que el jovencito está cerca de Dios y de su esencia?

Hoy sabemos que el Elvis sensual y hasta erótico que tanto escandalizó a los segregacionistas, no hacia más que incorporar la sensibilidad aprendida en la infancia, cuando vivía con su madre en un barrio negro, mientras su padre purgaba una condena en la cárcel.

Lo interesante de este hecho es la coyuntura. Ser un blanco que se movía como negro era incocebible en las décadas de los cincuenta y sesenta. Una cosa era que Rosa Parks se negara a ceder su asiento a un pasajero blanco en un camión en Montgomery y que acabara en prisión por no hacerlo, o que el Doctor Martin Luther King marchara a Selma y a Alabama y llegara a Washington para exigir el derecho al voto para la población de color, pero una muy distinta era que un talentoso joven blanco abriera el debate de la igualdad desde la música. Había cosas que indebidas y el atrevimiento del rey del rock era intolerable. El Elvis de los inicios estaba fuera de lugar y si triunfó, fue por el peso de un público igual de joven que él y ávido de creatividad y talento.

Después de más de ocho décadas, resulta lamentable que la violencia policial hacia los negros en los Estados Unidos continúe siendo una constante, empequeñecida sólo por la proliferación de tiroteos en escuelas y centros comerciales.

No nos vayamos tan lejos: En 2011, el Comité para Eliminar la Discriminación Racial (CERD-ONU) observaba que en México se excluía a la población afrodescediente del Censo Nacional de Población del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Las implicaciones de esta omisión derivaban en la invisibilidad y de ahí a la “inexistencia” a nivel constitucional ¿Puede haber algo más agresivo que el olvido?

Hoy sabemos por un censo en 2015, que la población afrodescendiente en México en ese año equivalía al 1.16 del total del censo nacional y que para 2020 se contabilizaban 2,576,213 personas afromexicanas,  representando al 2% de la población total del país.

Es una lástima que la militancia intuitiva de Elvis Presley se haya quedado en la música y no prevalezca en nuestras acciones. No lo pasemos por alto: los afrodescendientes son uno de los grupos más violentados y discriminados de nuestro país junto con los migrantes y refugiados, las mujeres, niñas y niños, las personas con discapacidad, los, integrantes de las comunidades LGBT+ y las personas con VIH.

Existen todavía muchas tareas pendientes. Urge reconocerlas.

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Linda Atach Zaga es historiadora de arte, artista y curadora mexicana. Desde 2010 es directora del Departamento de Exposiciones Temporales del Museo Memoria y Tolerancia de la Ciudad de México.

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