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Arte e Ideas

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Nunca volverás a Arareko

Arareko representa los rincones más desconocidos de las Barrancas del Cobre y sin embargo su benévolo sol, su viento mistral y su naturaleza arrebatadora esperan para abrazar con fervor al viajero.

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Arareko carece de todo lo que significa comodidad, pero no le hace falta. Su escondite en el algún punto entre Creel, Divisadero y la Piedra Volada también la vuelven perdediza para el viajero. Pese a ello, su amable lago, su magnificente cascada, sus dos valles de tupidos bosques y una misión jesuita que la rodean hacen que todavía los tarahumaras y cualquiera que se pare sobre su suelo tengan el ánimo de levantar la mirada y maravillarse por este sitio que concentra todo lo que se puede apreciar a lo largo de las Barrancas del Cobre.

Su nombre deriva del pronunciamiento rarámuri para la herradura, pero sus paisajes también salpicados de manantiales, campos floridos y miradores naturales evocan al agradecimiento por llegar a sitio de imagen celestial. Su ubicación, a ocho kilómetros al sur-poniente de Creel, también parece inaccesible, y su oferta, si se toma en cuenta que sólo ofrece cabañas sin cobertura de telefonía celular, televisión e Internet, pero con vistas al lago y a las estrellas, resultará magra para algunos.

Arareko aparece poco en los folletos de viajes. La ruta para conocer el complejo de las Barrancas del Cobre continuamente recomienda iniciar la travesía en Creel o en su defecto, comenzarlo en Chihuahua y Cuauhtémoc para seguir luego en el famoso tren Chepe hacia el Divisadero, y de allí a Bahuichivo y Urique, y más adelante a El Fuerte, que ya es Sinaloa.

El lugar que esconde unos valles con rocas que asemejan monjes, ranas, elefantes y otras curiosas formas esculpidas por la naturaleza no es que más explosión de vida. Los bosques de encino, madroño, oyamel o pino sustituyen al asfalto. Las garzas y los pájaros carpinteros al claxon. Las estrellas fugaces a la Internet y el café de olla por la mañana a los desayunos fitness que se han puesto de moda en las urbes.

Arareko está para no volver. No hay comodidad más que el verde pasto. No hay bares de esparcimiento, más que algunas cavernas a las que se puede ingresar en compañía de los guías. Y también existe una cierta contaminación: las piedras de algunos riscos ennegrecidas por los fogones de los rarámuri.

La comunicación, como la conoce el citadino, es escasa y se logra sólo por radio. Existe la cobertura de un canal nacional de televisión que se pierde entre las entrañas de la sierra. Arareko, sin embargo, ofrece libertad en cada horizonte; al alba o al ocaso, la promesa de liberación se cristaliza en la inmensidad del verde paisaje y el amplio azul del cielo.

En Arareko nunca hay nada nuevo. El famoso tren escasamente lo menciona cuando se le aborda, aunque tiene más magia que el pueblo mágico de Creel, de donde se llega en camioneta todo terreno, bicicleta o a caballo.

Es habitada milenariamente por los tarahumara y desde hace cuatro siglos por los descendientes de los primeros aventureros europeos. Pero los años no le pesan a esta parte de la sierra, porque de vez en cuando se da un retoque de creatividad y empuje, como los proyectos ecoturísticos que comienzan a operar los rarámuris de la región.

Inspiración si Monet o Cezanne la hubieran conocido, Arareko es todo un abanico de matices. En primavera y en verano, el alba comienza en naranja y el día se despide en lilas al ocaso. La mañana la inicia con gritos de los pájaros y la termina con la escucha del cielo estrellado.

En esta parte de la sierra la lluvia y los truenos amenazan la jornada por la tarde, pero el arcoíris que le sigue media entre el día y la prístina noche que está por caer.

Es Arareko, una pizca de sierra que llena. No es la puerta de entrada a las barrancas; sí una ventana a la inmensidad de la naturaleza. Es un paraje para echar el pensamiento al vuelo y quedarse a cien pasos del cielo. Es quedarse con un pie en la modernidad y el otro aquí, por eso nunca volverás a Arareko, porque la siguiente te querrás quedar.

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