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El otoño del patriarca

OpiniónEl Economista

Zacarías dormita por las tardes, sentado en una cómoda silla del amplio jardín de su Quinta, a la que pusieron el nombre de un insulto. Sueña con el viejo poder que tuvo y no esconde el deseo de volver a tenerlo. Estuvo alejado del viejo palacio colonial un poco más de un año, pero sus cercanos saben que ese alejamiento era solo aparente. Se reunía frecuentemente con sus anteriores colaboradores que eran, en realidad, sus compinches. Venían a pedirle algún favor o su protección. Él siempre se los concedía, pero no por generosidad, sino porque la intrincada red de negocios sucios, corruptelas y contactos con el crimen organizado podían llegar a él y contaminar su legado.

Como todos los patriarcas latinoamericanos, estaba seguro de que su legado era histórico e inmarcesible. Esta palabra, inmarcesible, le gustaba. La primera vez que la escuchó tuvo que preguntar qué significaba. Le costó trabajo encontrar quien se lo dijera. Le preguntó a su ministro de gobernación, al que consideraba casi su hermano, pero no supo. Era ignorante, pero menos estúpido que sus verdaderos hermanos, aunque su gusto por el dinero y las mujeres jóvenes le hacía perder frecuentemente la cabeza. Desde que había dejado el poder, al menos aparentemente, su casi hermano estaba desbocado y ponía en peligro todo por lo que había trabajado durante décadas.

Sin embargo, nadie ponía más en riesgo su legado que sus propios hijos. Les había tratado de enseñar el arte de hacerse notar en lo político y pasar desapercibidos en sus negocios, sobre todo aquellos que sostenían con personajes innombrables, pero no entendían. Compraban casas lujosas, vacacionaban en hoteles carísimos o se vestían con ropas y accesorios costosos.

Inmarcesible. Así quería su legado. Esta no era una palabra efímera (otra palabra que tuvieron que explicarle), sino duradera. Había otras palabras que no le gustaban, las usaban los neoliberales, como resiliencia, que muchas veces pronunció como “resilencia”. Otra más, holístico. Aseguraba que, en El Quijote, Cervantes nunca había usado la palabra holístico. Alguna vez, en una de sus aburridas conferencias, prometió hacer un diccionario con palabras de los neoliberales, pero abandonó el intento porque en realidad no se sabía más de cuatro de ellas.

Con todo, en ese año que estuvo fuera del poder, el patriarca logró escribir un libro. Bueno, él le platicaba a sus negritos y ellos escribían, recopilaban y mejoraban. A veces era endemoniadamente difícil encontrar fuentes que apoyaran los desvaríos del viejo. Al final, las fechas de las fundaciones de ciudades prehispánicas, la maldad de los hispanos y la nobleza de los indígenas quedó a salvo. El Edén primigenio en la América previa a la llegada de los europeos.

Nobleza era otra palabra que le gustaba al patriarca. La asociaba siempre con su política para pacificar el país. Aseguraba que era un éxito, pero los 200 mil muertos por homicidio seguramente no estarían de acuerdo. Otras palabras que le gustaban eran honestidad y austeridad. Presumía de ambas cosas a pesar de que a su alrededor todos sus cercanos se habían enriquecido.

Los escritores fantasmas le leían sus avances porque el patriarca se aburría de leer y hacía correcciones una y otra vez. Los pobres descansaban cuando el viejo se dormía en las sesiones de lectura y ellos seguían leyendo. Luego lo despertaban y él exclamaba con entusiasmo: ¡me parece bien, se queda! Llegó el momento de poner nombre al libro y decidió que se llamaría Enormidad porque era enorme el aporte de las civilizaciones indígenas, que habían fundado ciudades cuando en Manhattan todavía pastaban los búfalos. De sobra está decir que no hubo poder humano, ni el de la editorial, que lograra cambiar el nombre que, por otra parte, resultaba ambiguo y ridículo.

Ya terminado el libro, lo que sería un remate de su legado, el patriarca planeó cuidadosamente una gira por todo el país. Pero, ya se sabe, “los mejores planes de ratones y hombres a menudo se frustran y no nos dejan más que sufrimiento y dolor” (Robert Burns) y esta vez no fue diferente. La idea de la gira llegó hasta los oídos de la nueva ocupante de La Silla, quien no vio con agrado la propuesta. No la habían consultado y dejar que el patriarca regresara podía disminuirla. Entonces, vetó la gira.

Dolido, el patriarca grabó un video en el jardín en el que solía dormitar y amenazó que saldría de su retiro bajo ciertas condiciones. Pero la amenaza estaba encubierta, como suelen ser las mejores amenazas, con miel y halagos. La nueva ocupante de Palacio entendió la amenaza y respondió: “qué bueno que no están dadas ninguna de estas condiciones”. Respuesta que también encubrió con halagos y miel.

Y así, el patriarca dormita cada tarde soñando con el poder que alguna vez tuvo…

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