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Opinión

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Los monopolios más peligrosos

Durante mucho tiempo la existencia de monopolios significaba una ventaja tal, que muchos gobiernos creaban medidas e instancias jurídicas dedicadas a combatirlos. El monopolio típico se da cuando un sólo productor de la industria que fuera, asume el control sobre un producto, recurso o servicio diferenciado.

En el modelo clásico no existe competencia o productos sustitutos (se trata de un servicio o producto de consumo básico o indispensable). El consumidor se ve obligado a comprarle sólo a una empresa que controla todo, cuándo, cómo y dónde se vende, y a qué precio.

El monopolista no necesita ser una única empresa (como Pemex, o en su momento Telmex), sino que puede estar constituido por ciertas estructuras. Una de ellas es el trust, que se da cuando un grupo de empresas son controladas por otra en el mismo sector. Algo parecido a lo que en nuestro país se da con Bimbo (o se dio con la banca nacionalizada, y se sigue dando en diversas partes del mundo con los servicios financieros).

Un modelo monopólico conocido es el llamado cártel, donde varias empresas colaboran en un pacto que puede ser tan formal como se guste. Los cárteles controlan tanto los canales de producción como distribución, llevando cada paso del proceso a su máximo posible beneficio. No es coincidencia que el término sea utilizado con al referirse al crimen organizado y la producción y distribución de drogas. Los mercados ilegales son monopolistas por naturaleza y las empresas de su pacto incluyen los brazos armados y/o políticos.

Los primeros cárteles fueron creación alemana después de la primera guerra mundial, y funcionaron como exportadores de armamento y productos químicos. Sus empresas derivaron años después en compañías de tintes, venenos y farmacéuticas. Uno de ellos, incluso, contó con su propio campo de concentración (la compañía IG Farbenindustrie que derivó en Bayer, BASF y Hoechst).

Otras estructuras monopólicas conocidas son la fusión (cuando la unión de dos empresas competidoras se vuelve un monopolio). Las fusiones son el campo más vigilado por las comisiones nacionales de competencia y las leyes antimonopólicas, pero son apenas una punta del iceberg.

Los avances tecnológicos han provocado un nuevo tipo de práctica monopólica aún más peligrosa: El monopolio del intermediario. Este se genera cuando el pragmatismo económico o las peculiaridades tecnológicas de algún sector obligan a las empresas del tamaño que sean a trabajar con un proveedor en particular. Uno que además tiene el poder de cerrar por completo el flujo de la compañía, volviéndose un monopolio natural.

Un ejemplo que viene a la mente se dio en México hace décadas con PIPSA, que controlaba la producción y distribución de papel para todos los periódicos. O más tarde con la telefonía, al inicio de la apertura de competencia en el sector, la llegada de varias empresas daba la apariencia de varias ofertas para el consumidor. El problema estaba tras bambalinas: todas las compañías obligadas a utilizar la red de Telmex ante la imposibilidad de cablear el país antes de iniciar operaciones.

Este fenómeno se repite con la televisión de cable, donde un canal no puede cablear cada ciudad para transmitir su señal. En México tuvimos una probada del método, cuando el surtido de PIPSA sólo llegaba a los periódicos que no se pasaban de la raya. Por eso, cuando se trata de medios de comunicación, intermediarios naturales del flujo informativo, el control monopólico influye directamente sobre la decisión de qué vemos y qué no vemos; y con ello de qué hablamos en el día a día.

La tendencia mundial hacia los monopolios es indiscutible. El mayor distribuidor de libros, películas y otros bienes, es la tienda más grande del mundo: Amazon. En meses recientes, la empresa de Jeff Bezos sostuvo una batalla campal con uno de los más grandes grupos editoriales del mundo (Hachette), donde el gigante de Seattle buscaba doblar las manos de los editores en busca de precios más atractivos para sus libros electrónicos. Este supuesto beneficio al consumidor era en el fondo tramposo, porque lo que estaba probando no era que querían dar más baratos los libros que nadie en beneficio de sus clientes, sino que ellos tenían el control sobre los precios de venta. Para conseguir esto, Amazon dejó de vender los libros de Hachette con descuento, canceló sus preventas (uno de los pilares de los nuevos modelos de edición) e inició una campaña mediática polémica más tarde contrarrestada por cartas firmadas por autores afectados de Hachette y sus colegas.

Los monopolios de intermediarios son los más poderosos (y peligrosos) del espectro, especialmente frente a los avances tecnológicos. Como argumenta Seth Godin en uno de sus más recientes blogs: ¿Qué pasa si la compañía eléctrica de tu localidad decide lo sentimos, nuestra electricidad no puede ser utilizada en aparatos Mabe o LG porque no pagaron la cuota? . Suena muy parecido a las prácticas de extorsión que utiliza el crimen organizado: no puedes vender en esta calle, colonia o ciudad si no pagas la protección .

Si con mercancías el poder del intermediario es brutal pensemos en el mundo de las ideas. Basta el ejemplo de las redes sociales o los buscadores de internet (Google, Bing, Yahoo, Ask o el que gusten). ¿Qué pasa si uno de ellos decide desaparecer tal o cual contenido, usuario o proveedor? No se trata de una teoría de conspiración para alimentar la paranoia del nuevo siglo, sino de considerar lo que está en juego y depende del criterio corporativo de empresas clave.

Para Godin, vivimos en una economía de conexiones basada en ideas, cuando titanes corporativos controlan el flujo de esas ideas, se altera la esencia de la conexión. Ese es el parteaguas donde todo se va al garete.

Nueva pregunta existencialista: Si Google te desaparece, ¿existes?

Twitter @rgarciamainou

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