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Él y sus obras
Es muy frecuente que en un viaje o en una conversación, las obras del gobierno sean referidas como: esta carretera la hizo Salinas. Esta planta de acero la hizo Echeverría y así sucesivamente. Lo saben los que gobiernan y por eso las obras públicas no sólo se convierten en la satisfacción de una necesidad de infraestructura y crecimiento, sino el legado que habrá de quedar de aquel que gobierna. La costumbre no es nueva, las pirámides de Egipto, por ejemplo, se sabe muy bien quién construyó cada una y ahí están 4000 años después. Y, con ello, el nombre del gobernante que a fuerza de latigazos puso miles de hombres a trabajar y dejar sellada su memoria a través del tiempo.
En Pemex hay ingenieros que todavía viven y que recuerdan cómo se hizo el gaseoducto que va de Cactus, Chiapas a Reynosa, Tamaulipas. La producción petrolera estaba en auge en el sexenio de López Portillo, el dinero sobraba y las reservas de petróleo y gas en aumento constante. El gaseoducto iba a exportar el gas que se produjera en la zona de Tabasco y Campeche y sería un gran negocio para el país.
Con muy poca planeación y con la voluntad inacabable de aquel hombre, se inició la construcción.
Las tierras se pagaron a precios altos y el trazo se fue haciendo conforme se avanzaba en la obra. Y, con cierta pena, los ingenieros recuerdan que iba al frente de la construcción el ejercito sometiendo a los campesinos o comuneros que se oponían a la obra, en medio los ingenieros y las máquinas y al final un grupo de funcionarios con —literalmente— sacos de dinero en efectivo pagándole a los afectados.
Esta forma de proceder dejó secuelas inolvidables. Una de ellas fue lo que a la postre se llamó la industria de la reclamación, de la que el actual presidente vivió políticamente por varios años. Pemex se vio obligada a crear una oficina de desarrollo social, que pagaba sumas millonarias cada año a los que reclamaban afectaciones posteriores que dicha obra del gaseoducto generó. Si se caía una gallina en el bordo donde descansaba el tubo del gaseoducto había que pagarla. Lo mismo sucedía con vacas, perros y hasta personas que en algún momento iban a dar ahí.
La mala planeación olvidó un detalle, que el gas que había en la zona tenía fuertes dosis de azufre. Al separar el gas del azufre se creaban montañas de miles de toneladas del que alguna vez fue material central para el desarrollo de la industria en fertilizantes y fabricación de acero. El azufre, decían los campesinos de Tabasco, al mezclarse con la humedad del ambiente generaba acido sulfhídrico y eso acababa con techos de lamina de acero, alambre de púas de los potreros y hasta con cocinas y refrigeradores. También se pagaban.
Se terminó la obra, López Portillo, la echó a andar con todo boato, pero el precio del gas bajó y fue incosteable separar el gas del azufre y exportar dicho gas a Texas. Además, los texanos precisamente por razones de precio comenzaron a invertir en la explotación de nuevos yacimientos. Al final, México nunca pudo exportar ni un pie cúbico de gas y el gaseoducto en vez de servir a la exportación, desde hace décadas a través de él, se importa mas de la mitad del gas que consumimos.
Eso si, cuando se habla del gaseoducto se dice que lo hizo José López Portillo, pero con cierto rencor y cierta decepción. Cuando oigo hablar al presidente López Obrador del tren maya estos recuerdos se me vuelven a la mente y me pregunto cuanto pagan los pueblos para satisfacer ese extraño fenómeno que consiste en que un gobernante quede en la historia, con una pirámide, un gaseoducto o 1500 kilómetros de vías férreas en medio de la selva y con el ejército como constructor, para que en el futuro se diga: esta obra la hizo ya saben quién. Nada más, pero nada menos tampoco.