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Opinión

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La ideología de género entra por los libros de texto de la SEP a las infancias mexicanas

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Nalleli Candiani | Columna invitada

Nalleli Candiani

A través de los nuevos libros de texto de la SEP, la ideología de género entra en las aulas mexicanas. Bajo el discurso de la inclusión, el Estado sustituye la experiencia del cuerpo por la gramática del discurso y convierte la educación en un experimento ideológico.

La Nueva Escuela Mexicana enseña a “nombrar” antes que a sentir, sustituyendo la experiencia del cuerpo por la gramática del discurso.

Bajo la luz artificial del progreso, el alma infantil se vuelve materia pedagógica. Esa luz no ilumina: modela.

No enseña a mirar el mundo, sino a desconfiar del cuerpo.

La revolución ya no ocurre en las calles, sino en los cuadernos: allí donde la escuela sustituye la experiencia por el discurso.

Antes la pedagogía enseñaba a leer el lenguaje; ahora enseña a reescribirse a uno mismo.

A declararse “otro” antes de saber quién se es.

Los nuevos materiales escolares de la SEP hablan de “identidad de género” como si el cuerpo fuera una hipótesis y no un hecho.

“Las niñas, niños y adolescentes deben aprender que su identidad no depende del sexo asignado al nacer”, afirman.

¿En qué momento sus creencias se convirtieron en ley?

Ya no se enseña a conocer el cuerpo, sino a declararlo.

El verbo reemplazó la carne.

La escuela, ese antiguo refugio del conocimiento, ahora se comporta como laboratorio de percepciones.

Convierte la duda en método de formación emocional y ofrece al niño un catálogo de identidades como si fuera una tienda de disfraces.

Decirle a un niño que puede ser lo que quiera suena amable, pero también es un modo de romperle el vínculo con la realidad.

El cuerpo, que antes enseñaba sus propios límites, se vuelve un error que hay que corregir con palabras.

¿En qué momento se les preguntó a los padres cómo querían que se educara a sus hijos?

El Estado parece haber decidido, sin consulta, que los cuerpos infantiles son terreno de experimentación ideológica.

Una cosa es enseñar biología —los procesos vitales, la anatomía, la reproducción— y otra muy distinta es traspasar la frontera del hecho para imponer una creencia.

Cuando la educación pública abandona la observación del cuerpo y adopta la narrativa identitaria como verdad oficial, deja de formar ciudadanos y empieza a modelar subjetividades.

¿Entienden los padres las implicaciones simbólicas y psicológicas de lo que hoy se enseña en nombre de la inclusión?

¿Quién les explicó que bajo esa palabra se esconde un cambio de paradigma sobre lo que somos, sobre cómo nacemos, sobre la realidad misma del cuerpo?

Toda intención de inclusión nace de un deseo legítimo de reconocimiento.

Pero el infierno está empedrado de buenas intenciones: cuando la pedagogía es dirigida por personas sin conocimiento profundo —y con gran resentimiento—, la nobleza del propósito se pervierte.

Lo que empieza como un acto de empatía termina siendo una forma de control.

Ya no se impone un dogma religioso: se impone un léxico.

Quien no adopta las palabras correctas es expulsado del paraíso moral.

Quien pregunta, ofende.

Quien recuerda que existe la biología, se convierte en sospechoso.

Hay algo inquietante en esta sustitución del cuerpo por el relato.

Es la misma lógica de la luz artificial: un resplandor constante que borra las sombras, donde nada tiene profundidad ni misterio.

Todo se vuelve gesto, consigna, pronombre.

No niego el sufrimiento de quienes se sienten fuera de sí.

Pero me resisto a que el Estado lo convierta en currículo, a que la pedagogía se arrogue la tarea de administrar la identidad.

Cuando el poder se instala en el alma de los niños, ya no necesita censura: basta con la educación.

El cuerpo no es una construcción de los políticos.

Es el lenguaje original, anterior a todas las gramáticas del yo.

La verdadera revolución no consiste en decir “soy otro”, sino en atreverse a habitar lo que ya se es.

Bajo la luz artificial del progreso, el cuerpo se disuelve.

Y con él, la posibilidad misma de la experiencia.

Por eso repito: denuncio que esta no es una revolución.

Es una domesticación.

Y contra ella, solo nos queda volver a la oscuridad fértil de lo real: allí donde el cuerpo —todavía— nos habla con su verdad silenciosa.

Desde mi formación en danza

Desde mi formación en danza —en la Escuela Nacional de Danza del INBA-SEP— y mis estudios de posgrado en Francia sobre filosofía y fenomenología del cuerpo (Merleau-Ponty, Foucault, Deleuze, Le Breton, Csordas, Butler, Bordo, Nancy, Artaud, Agamben), así como los trabajos de Wilhelm Reich, que entendió el cuerpo como territorio de represión y energía, he dedicado mi vida a comprender la relación entre psique y carne.

La dismorfia corporal, esa percepción alterada o disociada del propio cuerpo, es un fenómeno clínico y simbólico real.

Pero reducir el sexo biológico a una elección es una confusión nacida del dolor, no del pensamiento.

No se resuelve con ideología ni con léxico, sino con acompañamiento profundo —psicológico, corporal y espiritual— y con un arte que devuelva sentido a la materia viva que somos.

Los responsables

La llamada Nueva Escuela Mexicana depende directamente de la Secretaría de Educación Pública (SEP).

En el área más sensible —la de los contenidos y los libros de texto— el responsable es Marx Arriaga Navarro, director general de Materiales Educativos.

Filólogo de formación, no pedagogo ni terapeuta, Arriaga encarna el giro ideológico de la educación mexicana de este régimen: el paso del cuerpo al verbo, de la experiencia a la consigna.

Nombrar a un filólogo —y no a un psiquiatra, pedagogo, teórico del cuerpo, terapeuta, teórico del arte o humanista— tiene perfecto sentido dentro de un sistema que concibe el poder como control del relato.

El objetivo no es formar seres humanos integrales, sino administrar el modo en que nombran su realidad.

El Estado ya no educa: edita.

Convierte la enseñanza en una operación lingüística donde lo que se imparte no es conocimiento, sino la gramática de lo permitido.

Así, la palabra vuelve a ocupar el lugar del cuerpo; la gramática, el lugar de la experiencia.

Y entonces surge la pregunta esencial:

¿Dónde están los verdaderos especialistas?

¿Dónde los psiquiatras, psicólogos, terapeutas corporales, maestros de danza, fenomenólogos, teóricos del arte y del cuerpo que deberían acompañar un rediseño educativo de semejante alcance?

¿Dónde están los clínicos que entienden lo que implica el desarrollo psíquico y corporal de un niño?

La educación pública mexicana está siendo escrita por burócratas, no por expertos del cuerpo ni de la mente.

No sabemos quién redacta estos materiales ni bajo qué lineamientos epistemológicos.

No hay transparencia, ni equipos interdisciplinarios, ni debate público.

Solo consignas.

Y lo que se enseña, finalmente, no es conocimiento: es ideología.

Documentos oficiales

1. Nuestros saberes (Primaria, SEP, págs. 135-136):

“La identidad de género es la percepción y experiencia individual de género con la cual se identifica una persona… es privada e interna.”

2. Proyectos escolares (5.º grado, SEP, págs. 160-161):

“Identidad de género es el concepto que cada uno tiene de sí mismo, independiente del sexo con el que nació…”

3. Saberes y pensamiento científico 1 (Telesecundaria, SEP, pág. 198):

“La manera como cada persona se siente identificada con su género puede o no corresponder con el sexo con el que nacieron.”

X: @CandianiNalleli

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Nalleli Candiani

Colaboradora para el periódico El Economista columna invitada. Bailarina profesional, artista, danzaterapeuta, eterna estudiante.

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