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Autonomititis...
La discusión sobre autonomía de reguladores ha crecido.
Ya que está de moda hablar de la autonomía de los órganos reguladores, sobre todo a la luz de las discusiones legislativas en torno a la Comisión Federal de Competencia (CFC), me parece pertinente plantear una serie de premisas alrededor de esta noción:
1. La autonomía no es un fin en sí mismo, sino un medio para un fin: que el regulador funcione y haga bien su trabajo.
Un mal regulador con mucha autonomía sería cosa de terror. Según las mejores prácticas internacionales, un buen regulador no únicamente necesita autonomía, sino también una serie de arreglos que abonen a la funcionalidad, por ejemplo, en materia de mandato y atribuciones, recursos económicos y humanos, transparencia, rendición de cuentas, revisión jurisdiccional, etcétera. ¿Para qué queremos un regulador autónomo inservible?
2. La autonomía del regulador debe ser relativa: autonomía para el ejercicio del mandato delegado y de las atribuciones conferidas e inclusive de tipo presupuestal, administrativa y de gestión, pero no queremos satélites girando en su propia órbita. Los reguladores deben ser integrantes armónicos de una administración guiada por unidad de acción y propósito. Lo que haga un regulador debe sumar y no restar a lo que haga el otro.
3. Se asegura a veces que el modelo de organismo descentralizado ofrece un gran nivel de autonomía, no es necesariamente el caso. Los organismos descentralizados no están separados del gobierno, sino que funcionan bajo líneas indirectas de jerarquía. Por ello, los dirigen juntas de gobierno integradas por secretarios de Estado o están sectorizados a ciertas secretarías. El nombramiento y remoción de los mandos es discrecional. Si de autonomía se trata el modelo podría ser contraproducente para el caso de los reguladores.
4. La autonomía no es cuestión de nomenclatura jurídica, sino de diseño institucional. Cierto, existen organismos descentralizados más autónomos que otros órganos desconcentrados, pero el caso contrario es igualmente cierto. A su vez, existen diferencias importantes entre los entes de su misma especie. Algunos desconcentrados tienen una autonomía aceptable como la CFC, mientras que otros han estado maniatados por las secretarías a las que pertenecen, como la Comisión Federal de Mejora Regulatoria (Cofemer) y la Comisión Federal de Telecomunicaciones (Cofetel).
Dentro del gran espectro de descentralizados hay de todo: desde autónomos hasta anexos de las secretarías; desde eficientes hasta oscuros y opacos, inclusive hasta premios políticos.
5. Los organismos descentralizados responden a la lógica de la función empresarial. Tienen personalidad jurídica y patrimonio propio porque, como cualquier empresa, requieren de dichos atributos para operar. Pemex, por ejemplo, contrata créditos, participa como parte en litigios y arbitrajes, constituye filiales y coloca deuda. Los reguladores, en cambio, emiten actos de autoridad. No necesitan personalidad jurídica, sino atribuciones legales tampoco necesitan patrimonio propio, sino recursos suficientes.
Existen 99 organismos descentralizados en México, entre los que hay empresas energéticas, institutos de asistencia social, hospitales, centros de investigación, consejos sociales, órganos de promoción, productores biológicos, servicios postales, etcétera. De todo este universo se cuentan con los dedos de una mano los que ejercen de forma preponderante funciones de autoridad. Convertir a los reguladores en organismos descentralizados no sería una tragedia nacional, pero no aporta. Por el contrario, el modelo impondría cargas y costos ociosos, y desalentaría una sana interacción con otras autoridades.
6. Si la razón de convertir a los reguladores en organismos descentralizados es meramente para permitir la intervención del Senado en los nombramientos (sin reformar la Constitución) hay dos problemas, uno de política pública y otro jurídico: la conversión sería un tanto artificial y no solventaría los criterios de la Suprema Corte. El caso de Notimex, que resolvió la constitucionalidad de la participación del Senado en el nombramiento de su Director General, fue un tanto excepcional y obedeció no únicamente a la forma jurídica de dicho organismo (empresa de participación estatal mayoritaria), sino también a la naturaleza de la función que desempeña (de acceso a la información, no de regulación). Guste o no debe reformarse la Constitución.
7. La intervención del Senado no es la maravilla ni la debacle, pero sin duda la existencia de pesos y contrapesos puede ser positiva. Tan riesgoso es que el Presidente (sobre todo los desconfiados) tenga pleno control en el nombramiento de funcionarios donde el perfil pesa mucho más que la confianza, como que el Senado pueda obstaculizar a perpetuidad la integración del órgano regulador por razones políticas. Todo depende de la manera en que opere esta colaboración entre poderes. Por ejemplo, que el Presidente proponga, el Senado se limite a ratificar u objetar y el mismo Presidente quede en libertad de proceder al nombramiento ante cierto número de rechazos sucesivos. Normalmente el riesgo de reparto por cuota política se da cuando un órgano se descabeza y reintegra abruptamente o cuando el Congreso controla todo el proceso de nombramiento, incluida la auscultación de candidatos (como es el caso del IFE). Por ello, es importante que la fórmula de intervención del Senado, si se llegara a establecer, opere a futuro y sea funcional de tal forma que incentive a cada parte a actuar con responsabilidad.