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Arte e Ideas

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Todo el tiempo son las seis

Carroll que murió el 14 de enero de 1898, -apenas ayer en nuestros relojes- era un ferviente creyente de que, a veces, en el mundo, todo el tiempo eran las seis.

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Foto: Fototeca UNAMFototeca UNAM

- ¿Me podrías indicar hacia donde tengo que ir desde aquí?, preguntó Alicia.

- Eso depende de a dónde quieras llegar, respondió el gato.

- A mi no me importa demasiado a dónde.

-En ese caso, da igual hacia donde vayas.

-Siempre que llegue a alguna parte, musitó Alicia.

-¡Oh! Siempre llegarás a alguna parte, si caminas lo bastante.

Alicia en el país de las maravillas. Lewis Carroll

Charles Lutwidge Dodgson emprendió en su vida un camino que muchos creyeron iba directamente hacia el absurdo. A la ficción. Más hacia la caricatura que al retrato, mejor atrás del espejo que frente a su reflejo. Comenzó y terminó en el mes de enero, pero, sin duda, llegaba hacia alguna parte. Por lo pronto a la inmortalidad literaria. Siempre distinta, nunca anhelada del todo.

Nacido el 27 de enero de 1832 en Inglaterra, en Daresbury, condado de Cheshire –igual que su famosísimo gato- Charles fue el tercero de los hijos del matrimonio Dodgson, y el primer varón. Después seguirían ocho vástagos más.

Parecería que el hecho de haber nacido dentro de una familia multitudinaria convertiría al futuro escritor en algo muy diferente a lo que fue. Porque desde niño tuvo una timidez exasperante, un insomnio crónico, sordera en el oído derecho y un tartamudeo que lo haría sufrir lo indecible.

Sin embargo, no hay defecto que no venga acompañado de algún don: el trabajo y la ocupación de su vida, así como su diversión favorita, fueron las Matemáticas. Y las eternas noches que pasaba despierto las ocupaba planteándose problemas y descifrándolos. La palabra escrita consoló sus tropiezos con la palabra hablada y su extraordinaria timidez logró convertir su círculo social en profundas amistades con los niños. Especialmente las niñas pequeñas. Las comprendía perfectamente. Era su natural y delicioso compañero. Fácilmente tomaba parte en sus juegos; inventaba siempre algunos nuevos y les contaba cuentos. Pero después decidió escribirlos. Fue así como sus cuentos vieron la luz con el seudónimo Lewis Carroll.

La historia de su texto más famoso es cierta: En1862, en el curso de uno de sus paseos habituales con la pequeña Alice Liddell y sus dos hermanas, les relató una historia maravillosa: «Las aventuras subterráneas de Alicia». La escribió y el libro se publicó en 1865, con el título de Alicia en el país de las maravillas. El mismo costeó la edición que resultó un éxito de ventas y pronto escribió una continuación, titulada A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (1871).

Para todos parece que su historia literaria hubiera terminado allí pero además de las conocidas aventuras de Alicia, Carroll escribió muchos textos: Todos, combinaciones de fantasía, disparate y absurdo con incisivas paradojas lógicas y matemáticas, otros con un increíble derroche de poesía. Además del país de las maravillas Carroll nos regaló textos insólitos: en Fantademagoria, por ejemplo, un tratado de cómo tratar con un fantasma, con sus respectivos consejos para el aparecido: “Ningún fantasma con sentido común, empieza una conversación” y prevenciones útiles para los dueños de los inmuebles encantados: “Las casas están clasificadas, tengo el honor de decirle, según el número de fantasmas que albergan. El inquilino apenas cuenta como carga, junto con el carbón y otros trastos.”

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Carroll que murió el 14 de enero de 1898, -apenas ayer en nuestros relojes- era un ferviente creyente de que, a veces, en el mundo, todo el tiempo eran las seis. Al final del camino, el 14 de enero de 1898, también supo que, si así fue, así había sido y si así fuera, así podría ser; pero como no fue, no había sido y quizá por eso nada había sido nunca. Pura lógica.

Sólo unos años mayor que Lewis Carrol, también hijo de enero, pero nacido del otro lado del océano, en Boston Massachusetts, otro escritor halló su camino a través de los cuentos y bregó con el tiempo de diferente manera: “Cinco años en perspectiva -escribió Edgar Allan Poe en La semana de tres domingos- vienen a ser lo mismo que quinientos”. El tiempo es así, pensaba. A veces se detiene y todo se queda mudo. Todo menos la voz del reloj. De pronto pasan los días, las semanas y los meses, los segundos se van rápidamente y resulta que ya pasó, no un año, ni cinco, sino doscientos nueve. Los que cumpliría Edgar Allan Poe este viernes 19 si todavía si estuviera vivo.

Como todo escritor que se respete- por interesante, por obligado, por misterioso o por clásico- Edgar Allan Poe trae arrastrando una fama que a veces lo arrastra a él también, o acaba arrasándolo todo. En el aspecto literario su fama se ha convertido en prestigio. Dicen los libros que fue el primer maestro del cuento corto, en especial de el de terror y de misterio y el que inició el relato policíaco. Quizá los cuentos que mejor sustentan esta afirmación son “El escarabajo de oro”, que trata de la búsqueda de un tesoro enterrado, “Los crímenes de la calle Morgue” –donde todo lo que ha visto en CSI, palidece- “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta robada” todos dignos predecesores de lo detectivesco.

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También trabajó en varias publicaciones periódicas donde reseñó libros y escribió un significativo número de críticas. Sus ensayos fueron célebres por su sarcasmo, ingenio y exposición. Sus juicios de valor han resistido el paso del tiempo y por eso a Poe también se le nombra hoy como uno de los mejores críticos literarios estadounidenses. Porque sus teorías sobre la naturaleza de la ficción y, en particular, sus ensayos sobre el arte de escribir tuvieron una influencia duradera en escritores americanos y europeos.

“Si se me pidiera una definición sumamente breve del término Arte -escribió Poe en Marginalia- diría que es la reproducción de lo que aprecian los sentidos en la naturaleza a través del manto del alma. (…) La mera imitación, por ajustada que sea, de lo que hay en la naturaleza no confiere a nadie el nombre sagrado de artista.”

Habrá que decir que la preocupación por el arte en Edgar Allan Poe no tenía que ver con la fama y la fortuna, sino con la poesía. Escribió una colección de cuentos asombrosos y perturbadores en muchos sentidos, pero todo su ser estaba en otra parte: “La poesía es la respuesta a una demanda natural e incontenible. Porque su primer elemento es la sed de una belleza suprema”, le escribió en una sentida carta a su amigo H. W. Longfellow, justo cuando bregaba con su “poema en prosa” El cuervo, una de sus obras más conocidas, y donde ya presentía que la muerte se quería volver su acompañante. Y es que detrás de todos sus escritos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror que lo embargaban.

Edgar Allan Poe, pues, pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprendería sin él. También -y esto es más importante y lo más íntimo- pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables. Shakespeare escribió que son dulces los empleos de la adversidad y por eso muchos han dicho que, sin el alcohol, la pobreza y la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Pero en realidad había más y fue más simple. Puede decirse también que Poe empleó toda su vida en crear un mundo imaginario para eludir un mundo real pero mejor que convirtió en un sueño, de increíble belleza literaria, la horrible pesadilla de estar despierto. Y de que, quizá, todo el tiempo, en todos los relojes, fueran siempre las seis.

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