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La pandemia es una familia mexicana
Imaginemos una familia en México en el año 2020 A.C. (antes del Covid-19). El padre, un frustrado profesionista con un negocio de abarrotes heredado de su suegro, la madre, quien además de las tareas de la casa apoya al marido en el negocio, tres hijos –de 22, 20 y 17 años- y la abuela materna, viuda desde hace dos años. Los dos hijos mayores estudian y trabajan y el tercero ni una, ni la otra. El padre ostenta el mexicanísimo título de jefe de familia. Él administra la casa. Él manda.
La carga de la casa la sustentan, además del negocio heredado, los dos hijos mayores, quienes aportan la tercera parte de su sueldo a su papá quien, desde hace meses, tiene la idea de construir en la casa un bar y colocar una costosa mesa de billar.
Con la llegada del Covid-19 a la ciudad, el negocio sigue abierto, aunque los ingresos han caído por la clientela que ha guardado cuarentena. No obstante ello, la cuenta bancaria del negocio tiene ahorros suficientes, lo cual ha permitido, incluso, la posibilidad de obtener créditos bancarios para expandir la negociación a otra sucursal. De hecho, un par de vecinos han ofrecido capital líquido para asociarse en esta nueva sucursal y apuntalar la tienda que, desde meses antes, había dejado de crecer.
Para el resto de la familia, la situación de la pandemia vino a complicarlo todo. La madre requiere más tiempo en casa atendiendo el confinamiento. El padre, en consecuencia, ha decidido quitarle parte de su sueldo y el bono de fin de año, lo que ella acepta “voluntariamente”. El hijo mayor perdió su empleo y al segundo le recortaron su salario. Sin embargo, el padre les ordena seguir aportando la misma cantidad a la casa, si es que quieren seguir viviendo allí, no obstante que ellos pagan sus estudios.
Armados de valor, los hijos mayores lo afrontan solicitándole diferir su aportación o, al menos, reducirla temporalmente, pues eso —precisamente— está pasando en toda la colonia. La madre, tímidamente, los secunda. El jefe estalla en ira. Les señala que no tolerará críticas, modos o cuestionamientos a la forma en que ejerce la administración casera, que no entienden que hay que seguir apoyando económicamente al hermano menor y a la abuela y que nadie podrá detener su sueño de construir su bar con mesa de billar.
La familia insiste en que esto no es indispensable y que podría aceptar el crédito bancario o la inversión de sus vecinos para salir adelante. Él se niega, se encierra cada vez más y culpa, ya no sólo a los hijos de exagerar la situación, sino a la madre, a quien tilda de desleal y corrupta, arremete celosamente contra los vecinos acusándolos de querer interferir en la soberanía de su negocio y, finalmente, responsabiliza de la desdicha familiar a su fallecido suegro de haberles inculcado ideas conservadoras.
Tras la pandemia, la familia se desintegrará y el padre, sin terminar de construir su cantina, colocará la flamante mesa de billar en la sala para jugar con su incondicional hijo menor. Imaginemos, ahora, que esa familia es nuestro país.