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Opinión

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La conquista española y el perdón

En 1521 no existía la nación mexicana. Mesoamérica estaba poblada por decenas de etnias con culturas, razas, lenguas y deidades diferentes, cuyo común denominador —previo a la llegada de navegantes españoles— era su sometimiento a los aztecas, al pago de altísimos tributos, a esclavitud y sacrificios humanos. En 1521 tampoco existía el Estado español. La península atestiguaba la reciente reconquista de territorios árabes al tiempo que forjaba, desde 50 años antes, la amalgama de varios reinos de la mano de la Inquisición española, pero no era la nación que habría de consolidarse siglos después.

La conquista comandada por Hernán Cortés en 1519, con 400 soldados, habría resultado imposible sin la complicidad de las comunidades dominadas por los mexicas y sus aliados de Texcoco y Tlacopan (Tacuba). Pueblos como los tlaxcaltecas, totonacas, purépechas y mixtecos vieron en el desembarco europeo una oportunidad de emancipación. La cruenta batalla de Otumba tuvo más efectivos tlaxcaltecas que hispanos. La conquista militar del pueblo azteca fue, sin duda, sangrienta. La inevitable expansión europea por el mundo también lo fue.

Moctezuma y Cortés representaban a las potencias más importantes de la historia europea y americana existentes a esas fechas. El brutal encuentro dio como resultado al mestizaje de razas y culturas que definen la mexicanidad. Si bien es cierto que la dominación ibérica fue severa con los nativos americanos, también lo es que la labor de franciscanos y dominicos resultó fundamental para reconocerles —en las Leyes de Indias— lo que hoy catalogaríamos como derechos humanos de los indígenas.

La consumación independentista de la Nueva España de la corona española —con el aval del virrey O’Donojú— no dio lugar al resurgimiento de Tenochtitlan, sino al nacimiento del país que hemos venido construyendo bajo el molde de democracia e instituciones europeas, hablando “castilla” y con una gran parte de su pueblo devoto al catolicismo. Quince años después de constituido el imperio de Iturbide y justo cuando México perdía el territorio de Texas, España reconocía la independencia mexicana firmando un acuerdo de paz y amistad (el Vaticano lo haría igualmente en 1836). La ocupación de San Juan de Ulúa y la contrarrevolución de Isidro Barradas frenada por Santa Anna en 1829 representaron los estertores del reinado borbón en tierras mexicanas. De ahí en adelante, la relación entre pueblos y gobiernos mexicano y español —salvo el rompimiento oficial con el franquismo— ha sido de especial fraternidad y cooperación. La historia de México y de España no se explican sin la del otro.

El México independiente no resultó más benevolente con los indígenas que el México colonial: Benito Juárez y Porfirio Díaz exterminaron a miles de yaquis y de mayas. El México moderno tampoco los rescató de la marginación.

Por ello, el perdón solicitado por el presidente López Obrador a Felipe VI por la caída de Tenochtitlan no sólo resulta históricamente estéril y diplomáticamente incómodo, sino que reaviva riesgosamente la polarización entre mexicanos en aras de una supuesta e innecesaria reconciliación con España. No se trata de una simple anécdota distractora. Tengamos cuidado. Reescribir torcidamente la historia con la acomplejada tinta del resentimiento profundizará la desunión que se viene alimentando desde Palacio Nacional.

@erevillamx

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Eduardo Revilla. Abogado por la Escuela Libre de Derecho. Presidente de la Comisión de Impuestos de la International Chamber of Commerce (ICC México). Fue Director General de Asuntos Fiscales Internacionales de la SHCP. Ha sido profesor de Derecho Fiscal por más de 30 años en diversas universidades.

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