Lectura 4:00 min
Paco de Lucía y su septeto no dieron concierto sino ritual
Los músicos, más que un concierto en el que cuando más uno podría esperar magia, hicieron un ritual del que podíamos esperar y obtuvimos prodigios.
Desde el original concierto barroco, pasando por el clásico (cuando era una pieza compuesta en forma sonata para orquesta) hasta la actualidad, en que la aplicamos tanto a una tocada de Metallica como a un recital de la Camerata de Salzburgo, la palabra concierto, que nos sirve, por lo visto, para toda presentación musical en vivo, ha quedado descontextualizada.
Y cuando uno va a una presentación como la de Paco de Lucía en el Auditorio Nacional la noche del 12 de octubre, se antoja que haya más palabras que nos permitan designar lo que acabamos de escuchar. No tanto en términos formales como emocionales. Por lo pronto, digamos que lo de Paco y su septeto fue un tablao y prosigamos con lo importante.
Desde que salió, solito con su guitarra, Paco hizo honor al nombre de mi pequeña orquesta , que Berlioz le daba al instrumento y conmovió al público con una interpretación llena de matices sutiles, armonías misteriosas y melodías que combinando suavidad y rispidez resultaban poderosísimas.
De ahí, la labor Paco y sus músicos, quienes se fueron incorporando poco a poco, resultó impresionante.
NO HAY TRUCO QUE VALGA
Cuando los reseñistas no sabemos cómo describir la emoción que nos embarga ni, mucho menos, cómo le hizo el músico o el artista para producirla, decimos que hubo o se hizo magia
Pero la magia tiene trucos y todos los sabemos. No es cierta, no es verdad que tal cosa o persona desapareciera, está escondida. El flamenco es un arte tan crudo que no puede darse el lujo de hacer trucos, de no ser auténtico y genuino, de no ser totalmente verdadero.
Cuando, por ejemplo, Farru salió a bailar, con sus tacones, su trajecito de corte estilizado, sus tirantes y su gazné, le bastó pararse en el tablao y mirarnos con la ceja levantada para que supiéramos que aquello iba en serio.
Antes de los pasos finales, un close up a su cara en la pantalla gigante reveló un gesto tan decidido, fuerte, feroz y viril, que no parecía que fuera sólo a acometer sus últimos taconeos, sino que se iba a aventar de un precipicio sin paracaídas ni bungee, a luchar desarmado en contra de medio batallón de cuchilleros o a domar a tres toros a la vez. Pero no. Bailó, y vaya que bailó. Bailó de una forma que no se puede fingir o truquear. Su bailé fue auténtico.
Del mismo modo, cuando el Rubio de Pruna se desgarraba el alma y la garganta, echaba el pecho para adelante y cerraba los puños hasta que se le ponían blancos los nudillos para describir un sencillo gesto, Gitana, cuando te soltai el peloooo , no podía andar fingiendo emociones, ese pelo suelto debía ser como Roma ardiendo o su cante caería en el ridículo.
No se quedaron ni un pelín atrás David de Jacoba, también en el cante; Alain Pérez, en el bajo y los gestos; Antonio Serrano, pasmoso con la armónica (su teclado, la verdad, salvo cuando sonó como piano, fue lo único que sí sonaba a magia baratona), El Piraña, en la percusión, ni Antoñino Sánchez, que no debe ser poca cosa aventarse un duelo de guitarras con Paco de Lucía.
Juntos, los músicos, más que un concierto en el que cuando más uno podría esperar magia, hicieron un ritual del que podíamos esperar y obtuvimos prodigios y hasta milagros.
manuel.lino@eleconomista.mx