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Ibogaína, una medicina incómoda

Dra. Carmen Amezcua | Columna Invitada
Desde el primer minuto, llegar a la clínica fue una ruptura con cualquier fantasía. Nada de velas, cantos ni estética de retiro. Lo que encontré, en cambio, fue un entorno completamente medicalizado: doctores con pijama quirúrgica, enfermeras impecables, equipos de monitoreo, protocolos, consentimiento informado, laboratorios, electrocardiogramas, ecocardiogramas. Un hospital, en el sentido más literal de la palabra.
Había aceptado la invitación tanto por curiosidad intelectual como por responsabilidad profesional. Quería conocer de primera mano cómo se trabaja clínicamente con una molécula que, para bien o para mal, está atrapada entre dos mundos: el de la medicina ancestral y el de la moderna. Un territorio incómodo, polémico y, por eso mismo, urgente.
La ibogaína y su metabolito activo, la noribogaína, no son una moda pasajera. Son herramientas con décadas de historia, con evidencia aún insuficiente pero en crecimiento, y con un trasfondo que revela lo mucho que seguimos ignorando sobre el trauma, la conducta y la conciencia.
Una planta maestra con un linaje espiritual
La ibogaína proviene de Tabernanthe iboga, una planta de África occidental asociada al culto Bwiti en Gabón. Allí se utiliza como sacramento y como medicina en ritos de iniciación, curación y cohesión comunitaria.
Occidente la conoció en el siglo XX. En Francia llegó a comercializarse como estimulante, hasta que la llamada “guerra contra las drogas” la empujó a la misma narrativa que enterró a otras sustancias con potencial terapéutico. Desde entonces, la investigación formal avanzó con dificultad, con costos altos y un estigma persistente.
Conviene decirlo con claridad. La ibogaína no encaja en el molde simplista de “droga recreativa”. Su perfil es complejo, la experiencia subjetiva puede ser intensa y hasta desagradable, y el riesgo médico existe. Precisamente por eso hay que hablar de ella con sobriedad.
Una promesa real con un riesgo real
En los últimos años, la conversación científica sobre la ibogaína se ha ampliado. Han aparecido revisiones sistemáticas y análisis farmacológicos que actualizan lo que sabemos —y lo que todavía ignoramos— sobre su farmacocinética, su farmacodinamia y sus posibles aplicaciones en los trastornos por uso de sustancias.
Lo más relevante es que hay señales relativamente consistentes de que la ibogaína puede disminuir síntomas de abstinencia y reducir el deseo de consumo en ciertos contextos, en particular en la dependencia a opioides.
Pero, en paralelo, existe un riesgo que no conviene minimizar. La cardiotoxicidad está documentada y obliga a un enfoque clínico de alta vigilancia. La prolongación del intervalo QT —un cambio en la actividad eléctrica del corazón que puede desestabilizar el ritmo— y la posibilidad de arritmias potencialmente mortales exigen selección cuidadosa de pacientes, monitoreo continuo y protocolos claros de reducción de riesgo.
Incluso estudios tempranos con noribogaína han mostrado una prolongación del intervalo QT dependiente de la concentración, lo que refuerza una idea básica. El entorno médico no es un lujo, sino una condición mínima de seguridad.
O sea que esta medicina puede abrir puertas, pero el margen de error es estrecho.
Veteranos, lesión cerebral traumática y el empuje de la evidencia
Un punto clave en el renovado interés por la ibogaína ha venido de comunidades de veteranos de guerra y de personal de emergencias con trauma severo, lesión cerebral traumática (TBI, por sus siglas en inglés), depresión, ideación suicida y cuadros resistentes a los tratamientos habituales.
En 2024, un estudio clínico abierto en veteranos llamó la atención por los cambios observados en síntomas neuropsiquiátricos y, a la vez, por subrayar de forma explícita el riesgo cardiaco asociado a la ibogaína.
Esa tensión entre promesa terapéutica y seguridad es lo que la investigación tiene que resolver, sin fanatismo y sin demonización.
Texas y el giro político
Recientemente ocurrió algo que, hace unos años, habría parecido imposible. Texas aprobó un marco para financiar investigación clínica con ibogaína.
El 11 de junio de 2025, el gobernador Greg Abbott firmó una ley para otorgar fondos estatales, bajo un esquema de “matching funds”, destinados a investigar la ibogaína como tratamiento emergente para condiciones neurológicas y de salud mental. En diciembre de 2025 se anunció que UTHealth Houston, en colaboración con UTMB Health, recibió 50 millones de dólares del estado para liderar ensayos clínicos.
Que esto esté ocurriendo en Texas, un estado que pocos asociarían con una política de drogas permisiva, dice mucho. El sufrimiento colectivo —adicciones, trauma, crisis de opioides— está empujando a los gobiernos a abrir puertas que la ideología mantuvo cerradas.
Mientras Estados Unidos intenta abrir la vía científica en casa, miles de pacientes han cruzado la frontera hacia México durante años en busca de tratamiento con ibogaína. Eso ha convertido a nuestro país en un nodo relevante del turismo médico en medicina psicodélica, con todo lo luminoso y lo peligroso que esa frase implica.
Clínicas: el mapa real, con nombres y con cautela
En mi radar, y en el de muchas personas que trabajan en este campo, están centros como:
- Transcend (Cancún), donde me invitaron a vivir la experiencia clínica que describo aquí.
- Beond (Cancún).
- BASSE Clinic (Playa del Carmen).
- Ambio Life Sciences (Tijuana / red internacional).
- IbogaQuest (Tepoztlán)
Y aquí conviene ser responsable. Mencionar nombres no significa avalar. En un campo con regulación ambigua, la diferencia entre un centro serio y uno riesgoso puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. Por eso, el criterio mínimo debería incluir evaluación cardiológica real, protocolos de emergencia, monitoreo continuo y un equipo entrenado, no solo un discurso de marketing.
Capital extranjero, manos mexicanas
Otro punto que conviene mirar sin prejuicios es que muchas de estas clínicas han sido fundadas o impulsadas por socios extranjeros con alto poder adquisitivo, capaces de montar infraestructura, atraer pacientes internacionales y sostener modelos de negocio de alto costo.
Pero quienes operan el día a día clínico, quienes sostienen el trabajo real, el monitoreo, la contención, la vigilancia y el cuidado, suelen ser equipos mexicanos. Médicos, enfermeras, personal de apoyo. Manos mexicanas trabajando arduamente en un campo que todavía carga estigma y prejuicio.
Desconozco cuánto de ese valor se retribuye en condiciones justas y dignas. Precisamente por eso vale la pena discutirlo. Si México va a ser “punta de lanza”, no puede ser solo como territorio de acceso para extranjeros, sino como territorio de ciencia, de ética, de derechos laborales y de acceso equitativo.
Mi experiencia: una medicina que no romantiza
Después de la evaluación médica completa —laboratorios, examen de orina, ECG, ecocardiograma y consentimiento informado— llegó la toma, un extracto encapsulado, dosificado según peso y talla. Como acto íntimo, armé un pequeño altar con una foto de mi hijo y algunos objetos con valor sentimental. Pedí, como parte de mi intención, comprender el lenguaje de la planta.
El efecto comenzó alrededor de una hora después de la ingesta. De inmediato, las palpitaciones se volvieron intensas. Entré en un estado que no podría describirse como agradable.
Durante horas aparecieron visiones caóticas, inconexas y bizarras. Imágenes que, en ese momento, sentí superfluas, vacías, incluso obscenas. Confusión absoluta, miedo, angustia, la sensación de no saber si mi cuerpo estaba completo. Si alguien busca aquí una postal luminosa, no la tengo. La ibogaína no es una medicina “bonita” ni “fácil”. Es una medicina que confronta.
Pero después ocurrió algo difícil de explicar. Como si hubiera una purga de escenas acumuladas —del mundo, de la mente, de la memoria— empezaron a entrar imágenes más armónicas, más bellas y pacíficas. Llegó una sensación de espacio interno, de libertad, de ligereza.
Luego vino la introspección. Relaciones, seres amados, pacientes, historias. Mi caminar dentro de este campo que muchos siguen llamando “alternativo” con tono de burla. La lucha por sostener el equilibrio sin caer en colonialismo ni extractivismo, honrar a los pueblos originarios que han resguardado esta medicina y, al mismo tiempo, no negar lo que la ciencia ha sembrado. Un viaje largo. Fueron más de veinticuatro horas, con náuseas, vómito y cansancio, y después, en bloques, reflexiones que siguen bajando.
Llegué a esta experiencia quemada y fatigada, cerrando un año de difusión, defensa, trabajo clínico y exposición pública. Hoy me siento descansada y agradecida con el Dr. Fernando Rivas y con Transcend por el trato serio, respetuoso y humano.
Y, sobre todo, consciente de algo. Esta molécula todavía tiene mucho que enseñarnos y, probablemente, será parte de las herramientas que utilicemos para enfrentar la crisis de opioides y fentanilo, además de otras dependencias en las que la medicina convencional ha fallado con demasiada frecuencia.
Investigación y aplicaciones clínicas
El uso más estudiado y discutido de la ibogaína es el tratamiento del trastorno por uso de sustancias, en especial en opioides, con reportes de disminución del síndrome de abstinencia y del deseo de consumo.
También crece el interés en casos de trauma y cuadros resistentes, en poblaciones como veteranos de guerra, con lesión TBI y síntomas neuropsiquiátricos asociados, así como en mecanismos de neuroplasticidad y en su acción multirreceptor.
Entre las instituciones y autoras que aparecen con frecuencia en la literatura reciente está Deborah C. Mash (Universidad de Miami), figura central en el desarrollo clínico de ibogaína y noribogaína y en el puente entre ciencia y política pública.
En Europa, equipos como los de Knuijver han publicado análisis farmacológicos y de seguridad que resultan claves para aterrizar la discusión y evitar la propaganda.
Un mensaje atraviesa todo. Sin ensayos grandes, multicéntricos y rigurosos, el campo queda vulnerable a los detractores, a los charlatanes y también a los negocios que prefieren el misterio al método.
El futuro de México
Cierro con lo que, para mí, es el punto ético inevitable. México hoy es un centro de acceso. Pero, para ser un centro de ciencia, necesitamos protocolos, investigación, transparencia, colaboración y una regulación inteligente. También necesitamos una conversación incómoda sobre el acceso.
Porque, si yo hubiera tenido que pagar este tratamiento por mi cuenta, no habría podido. Y si yo no puedo, como clase media, ¿qué queda para la mayoría de los mexicanos?
Hoy, más del 90% de quienes llegan a estas clínicas son extranjeros con alto poder adquisitivo. Esa realidad, por sí sola, debería empujarnos a pensar en modelos donde universidades, hospitales, ONGs y el propio gobierno impulsen investigación y, eventualmente, acceso para población mexicana, no como privilegio, sino como respuesta de salud pública.
Texas ya entendió que la ciencia puede ser también una estrategia de Estado. En México, ¿vamos a quedarnos como el lugar al que otros vienen a sanar mientras nuestra gente se queda mirando desde fuera?
La ibogaína no es una panacea. Es una molécula compleja, con riesgos reales, y con un potencial terapéutico que merece estudiarse con seriedad. Si el futuro de esta medicina va a escribirse, que no sea solo en las clínicas privadas y en los países ricos. Que se escriba también aquí, con ciencia mexicana, con ética mexicana, con colaboración y con acceso justo.
Me encantaría conocer tus dudas o experiencias relacionadas con este tema. Sigamos dialogando; puedes escribirme a dra.carmen.amezcua@gmail.com o contactarme en Instagram en @dra.carmenamezcua.

