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Opinión

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Duque, un arranque tortuoso

Sin luna de miel, el gobierno del presidente colombiano.

Cuando todos en Colombia creíamos que después de la tempestuosa campaña presidencial, llegaría la calma con la posesión de Iván Duque y la acostumbrada luna de miel que tradicionalmente acompaña los primeros días de un nuevo gobierno, han aparecido señales de incertidumbre y manifestaciones de turbulencia que muestran una pasmosa improvisación, incompatible con la realidad del país.

Nadie previó las consecuencias de entregarle las llaves del país, no al supuesto incondicional de un expresidente (Álvaro Uribe), obstinado en no hacer uso de buen retiro, sino a los sectores gremiales y empresariales que cooptaron el poder para darle oportunidad a técnicos independientes y apolíticos que, como es previsible, no son ni lo uno ni lo otro.

Preocupa la visión cortoplacista de los nuevos dueños de los carros oficiales. Los anuncios del Minhacienda son definitivamente preocupantes porque no consultan la realidad social. Insistir en la fracasada fórmula de subsanar las falencias fiscales, aumentando la regresividad de los impuestos, mediante la fórmula perversa de gravar el trabajo y estimular el capital, proponiendo aumentar los gravámenes indirectos y disminuir los directos, bajo la falsa premisa de que las empresas tributan demasiado y que ésa es la fórmula para impulsar el crecimiento y el empleo es un sofisma inaceptable.

No aparece por parte alguna el deseo de revisar el modelo económico que, por la globalización y la apertura, ha propiciado el estancamiento del sector productivo. Pareciera que todo se orienta a fortalecer el gran capital y a los intermediarios financieros que en últimas se están quedando con los recursos públicos, como efecto de la privatización de los servicios públicos y el manejo de los dineros de la salud, la educación y las pensiones, transformados por arte y magia de intereses egoístas y mezquinos, en la gran tajada de un sector que gana sin retribuir ni arriesgar absolutamente nada.

En ese orden de ideas, fácil es predecir que no tendremos efectos positivos en el crecimiento ni en el empleo, pues la informalidad, la vulnerabilidad de la clase media y la concentración de la riqueza continuarán atentando contra la equidad, pues no aparece por parte alguna la decisión de atacar la desigualdad ni impulsar la demanda.

Para rematar, no hay acuerdo en la formulación de políticas públicas pues los ministros y los que se creen dueños del gobierno lanzan señales contradictorias. Hablar de aumentar el salario mínimo, cuando el ministro (de Hacienda) Alberto Carrasquilla lanza cantos de sirena a empresarios y banqueros, no hace más que aumentar el desconcierto, pues se adivina un tufillo populista que incrementa la desconfianza.

En resumen, no hay motivos de tranquilidad. El acuerdo sobre política anticorrupción aparece como un contentillo frente a los enormes desafíos económicos del momento y a dos retos de gran magnitud: la violencia contra actores sociales y políticos y la diáspora venezolana que exige una respuesta efectiva y solidaria.

Preocupa el futuro inmediato y desconcierta la insistencia en ajustes fiscales que favorecen a 1% que posee 40.6% de la riqueza del país, en detrimento de 40% que no alcanza a recibir 15% de los recaudos tributarios.

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