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La manufactura nacional: el imperativo de la sustentabilidad productiva
Óscar Flores | Columna Invitada
En el complejo tablero de la geopolítica y la economía global, la pandemia de COVID-19 y las recientes disrupciones en las cadenas de suministro revelaron con crudeza la vulnerabilidad estructural que México, y buena parte del mundo, había optado por ignorar o subestimar: la excesiva dependencia de las importaciones. Esta fragilidad, que se manifiesta desde insumos médicos vitales hasta componentes industriales esenciales, no es un mero dato estadístico; es una amenaza latente a nuestra sostenibilidad económica, a la estabilidad de nuestros mercados y, en última instancia, a la calidad de vida de nuestros ciudadanos. La pregunta que hoy se impone en los foros de discusión es: ¿hasta cuándo seguiremos apostando a la suerte de los vaivenes externos, en lugar de construir una fortaleza productiva interna?
La respuesta, parece, clara: es necesario diseñar e implementar un marco legislativo, regulatorio y normativo que otorgue un espacio prioritario a la manufactura nacional. No se trata de un regreso al proteccionismo obsoleto, sino de una estrategia inteligente de resiliencia y desarrollo, una apuesta por la capacidad productiva en un mundo cada vez más interconectado.
Reducir la dependencia de las importaciones no es un capricho ideológico, sino una lección aprendida a golpe de crisis. Cuando las fábricas en Asia cierran, cuando los fletes marítimos se disparan o cuando las tensiones geopolíticas estrangulan el comercio, México resiente el impacto de inmediato. La escasez de chips para la industria automotriz, la falta de medicamentos esenciales o el encarecimiento de materias primas son solo algunos ejemplos recientes de cómo la globalización, sin una base productiva interna sólida, puede convertirse en un factor de riesgo inminente. Priorizar la manufactura nacional significa construir cadenas de valor más cortas, más controlables y, por ende, más resilientes. Significa generar empleos especializados en nuestro propio territorio, fomentar la transferencia de tecnología y el desarrollo de capacidades productivas que, a su vez, impulsan la innovación y la competitividad a largo plazo.
Sin embargo, esta transformación no debe ser abrupta ni dogmática. Debe ser un proceso marcado por la progresividad. Un viraje radical y sin matices hacia la sustitución de importaciones podría generar distorsiones en el mercado, ineficiencias y, paradójicamente, encarecer los productos para el consumidor final. La progresividad implica establecer metas realistas y escalonadas para el incremento del contenido nacional en sectores estratégicos. Significa identificar a los productores con mayor potencial de crecimiento y menor costo de oportunidad, y enfocar los incentivos en ellos. Requiere un análisis profundo de las capacidades existentes, de las brechas tecnológicas y de la disponibilidad de capital humano. Una política progresiva permite a las empresas adaptarse, invertir y crecer de manera orgánica, sin ahogarlas con exigencias inalcanzables. Es un camino de construcción gradual, donde cada paso suma a la fortaleza productiva del país.
Para que esta visión se materialice, es indispensable fomentar inversiones mixtas que promuevan la participación de la iniciativa privada y el Estado. La magnitud de la inversión requerida para reconfigurar nuestras cadenas productivas y establecer nuevas capacidades de manufactura es colosal, y excede con creces la capacidad de un solo actor. El Estado, a través de sus instituciones de fomento, sus políticas de compra y su infraestructura, debe ser un catalizador, un agente económico. La iniciativa privada, con su dinamismo, su capacidad de innovación y su acceso a mercados y tecnología, debe ser el motor.
¿Cómo se articula esta inversión mixta? El Estado puede proveer incentivos fiscales específicos para la manufactura nacional, como créditos por inversión en I+D, deducciones aceleradas por la compra de maquinaria de alta tecnología, o regímenes especiales para la instalación de plantas en zonas estratégicas o "Polos de Bienestar". Puede también, y esto es relevante, utilizar su poder de compra para generar una demanda garantizada a través de contratos multianuales. Esta es la señal más potente para la iniciativa privada, que puede así planificar inversiones de largo aliento, sabiendo que existe un mercado asegurado para su producción. Por su parte, la iniciativa privada debe comprometerse no solo a producir, sino a invertir en tecnología, en capacitación de personal, en desarrollo de proveedores locales y en la generación de propiedad intelectual.
Pero, como bien sabemos, la mejor de las intenciones y el más ambicioso de los planes pueden naufragar sin una base sólida de lineamientos claros que garanticen su aplicabilidad y sostenibilidad. Este es el punto neurálgico, la verdadera piedra de toque de cualquier política industrial. Los lineamientos deben ser: i. Transparentes: Que no haya espacio para la discrecionalidad o la interpretación ambigua; ii. Predecibles: Que los inversionistas sepan a qué atenerse en el mediano y largo plazo. La volatilidad regulatoria es el peor enemigo de la inversión; iii. Medibles: Que se establezcan métricas claras de desempeño para el cumplimiento de los objetivos (porcentaje de contenido nacional, volumen de producción, empleos generados, inversión en I+D); iv. Flexibles: Que puedan adaptarse a las dinámicas cambiantes del mercado global y a los avances tecnológicos, sin perder su esencia.
Sin reglas precisas sobre cómo se otorgan los incentivos, cómo se accede a los contratos multianuales o cómo se verifica el cumplimiento del contenido nacional, el riesgo de que los recursos públicos se desvíen o se utilicen de manera ineficaz es altísimo. La sostenibilidad de la política depende directamente de su capacidad para generar confianza y atraer inversión genuina, no solo oportunista.
Y en este entramado, no podemos obviar el papel de las entidades reguladoras, cuyo rol debe trascender la mera supervisión para convertirse en verdaderos agentes económicos activos. Tomemos el ejemplo de COFEPRIS en el sector farmacéutico, pero la lógica aplica a cualquier otra agencia regulatoria. Una agencia regulatoria ágil, eficiente y con visión de fomento no es un lujo, es una necesidad estratégica. Su capacidad para agilizar registros, homologar procesos con estándares internacionales y adoptar tecnologías digitales no solo reduce costos para la industria, sino que acelera la llegada de productos al mercado, beneficiando al consumidor y haciendo a México un destino más atractivo para la inversión. Esto exige una inversión significativa en recursos humanos calificados, infraestructura tecnológica y, sobre todo, un cambio cultural: pasar de ser un "guardián de la puerta" a un "facilitador estratégico".
Por supuesto, el camino no está exento de desafíos. La implementación de una política de fomento a la manufactura nacional debe ser cuidadosamente calibrada para no contravenir los compromisos adquiridos en tratados comerciales internacionales como el T-MEC. El riesgo de que los mecanismos de fomento sean percibidos como subsidios encubiertos o barreras no arancelarias es real y podría generar represalias comerciales que afecten a otros sectores exportadores de México. La calidad de los productos manufacturados localmente debe ser innegociable, y la capacidad de supervisión debe estar a la altura de los más altos estándares.
De ahí que, la necesidad de tener un marco legislativo, regulatorio y normativo que dé un espacio prioritario a la manufactura nacional es un imperativo estratégico para México. No es un retorno al pasado, sino una visión de futuro que busca construir resiliencia y soberanía productiva. El éxito de esta edificación dependerá de la inteligencia con la que se diseñe la progresividad de la política, de la eficacia con la que se fomenten las inversiones mixtas entre el Estado y la iniciativa privada, y, sobre todo, de la claridad y la certidumbre de sus lineamientos. Solo así podremos asegurar que el "Hecho en México" sea una realidad palpable que fortalezca la economía, garantice abasto y nos posicione como un actor relevante en las cadenas de valor globales.
Hoy cierro con una frase que se atribuye a Phil Jackson: "La fuerza del equipo es cada miembro individual. La fuerza de cada miembro es el equipo."
*El autor cuenta con 25 años de experiencia en el sector de la salud en México y Latinoamérica, es socio fundador de una consultoría enfocada en el análisis de las políticas públicas en salud, salud digital y sostenibilidad.