Lectura 4:00 min
La izquierda francesa no sabe ganar
Por fin Francia tiene nuevo primer ministro. Dos meses después de las elecciones legislativas anticipadas y tras numerosas consultas y dilaciones, Emmanuel Macron anunció el nombramiento Michel Barnier. Exministro y excomisario europeo, experimentado negociador del Brexit en representación de la Unión Europea, es miembro del partido gaullista Los Republicanos, el cual con 47 diputados (sobre un total de 577) es apenas a cuarta fuerza política de la fragmentada Asamblea Nacional. Exigua legitimidad para el primer ministro, en apariencia, pero en realidad Barnier asume el cargo más como cabeza de un gobierno tecnocrático que como un jefe partido. Ha pasado la mayor parte de las últimas dos décadas en Bruselas trabajando en puestos de la UE, lo cual le ha labrado una imagen de “experto” apolítico. Aunque, por otro lado, no es ajeno a la política francesa. Incluso se presentó a la disputa por la nominación presidencial de su partido en 2022. El panorama se presenta enrevesado para un premier a priori tan frágil. Barnier se verá obligado a avanzar por un estrecho y peligroso desfiladero político, entre un Parlamento dividido y mayoritariamente adverso y un presidente de la República decidido a salvar a como dé lugar a su legado. A Barnier no le va a ser fácil zafarse de la sombra de Macron, pese a las promesas del presidente de mantenerse a partir de ahora como “mero árbitro” de la vida política.
Este nombramiento ha indignado a la izquierda, la cual obtuvo una mayoría relativa en los comicios parlamentarios, la cual no es suficiente para imponer por sí misma a un jefe de gobierno. Este contundente hecho ha sido depreciado por los líderes de la coalición de izquierda Nuevo Frente Popular (NFP), quienes exigían el nombramiento sin condiciones de un militante de izquierda alegando un triunfo que, en realidad, no consiguieron. Desde la realización de la primera vuelta electoral descartaron cualquier negociación con los centristas y reivindicaron el poder solo para ellos. Pero una vez conseguida su mayoría relativa empezaron las disputas. Tardaron más de dos semanas en proponer como jefa de Gobierno a una candidata desconocida, Lucie Castets. En esto se ha convertido la izquierda francesa, sobre todo la dirigida por Jean-Luc Mélenchon: una ideología caracterizada por su inmadurez, sus limitadas miras y su intolerancia. Por eso, ante la obcecación de la izquierda en no negociar el nombramiento de un primer ministro con el centro Macron optó por eludir al NFP, eligiendo a un primer ministro capaz de aplacar a la extrema derecha.
Si Barnier es hoy primer ministro es porque Marine Le Pen lo ha permitido al renunciar a a votar una moción de censura contra el nuevo gobierno a cambio del reconocimiento de su partido como interlocutor válido. Barnier entiende que insultar o ignorar a Le Pen no hará desaparecer mágicamente a sus votantes. Todo lo contrario. Este desdén no hace más que aumentar el atractivo de la líder de la extrema derecha y legitima su reclamo falaz de ser el objeto del odio de las élites porque habla en nombre del pueblo. Por eso la izquierda tiene la obligación de encontrar estrategias más inteligentes para tratar con el fenómeno de la expansión de la extrema derecha. Ahora Le Pen será capaz de mantener una espada de Damocles sobre el gobierno de Barnier y condicionará inevitablemente su política, lo cual pudo haberse evitado si el Partido Socialista y los sectores más moderados de la izquierda coaligada en el NFP se hubiesen desligado de La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon y para llegar a acuerdos inteligentes con el centro.