Lectura 6:00 min
Europa debe restaurar el contrato social
Desde la Segunda Guerra Mundial, las democracias liberales han construido y mantenido sus contratos sociales sobre tres pilares que se refuerzan mutuamente: la libertad, la prosperidad y el Estado de derecho. Para que Europa prospere en el siglo XXI y siga siendo un modelo de valores democráticos, debe revitalizar estos tres pilares.

Descripción automática
BRUSELAS – La Comisión de Asuntos Constitucionales del Parlamento Europeo celebró en noviembre un simposio de alto nivel sobre la relevancia y realidad del Estado de Derecho. Juristas, académicos y profesionales del Derecho se reunieron a dialogar sobre el significado y la implementación de este principio en la Unión Europea. Pero el desafío que enfrentamos es más fundamental: el Estado de Derecho en Europa se debilita, y eso pone en peligro la democracia misma.
Desde la Segunda Guerra Mundial, las democracias liberales han construido y sostenido sus contratos sociales sobre tres pilares que se refuerzan entre sí: la libertad, la prosperidad y el Estado de Derecho. Sobre la libertad individual se cimentaba el dinamismo innovador; el Estado de Derecho garantizaba la igualdad de condiciones (level playing field); y la prosperidad resultante reforzaba la confianza en ambos. Esta dinámica marcó la Guerra Fría y ha sido la principal fuente de legitimidad del proyecto europeo desde su concepción.
Pero hoy este sistema está en crisis. En vez de beneficiar transversalmente a todos los individuos (“lifting all boats”), la globalización ha provocado el depauperamiento social de muchos hogares europeos. La concentración de riqueza y el desgaste de la clase media sitúa fuera del alcance muchos proyectos que no planteaban duda para generaciones anteriores (por ejemplo, comprar una vivienda con un salario a tiempo completo). Esto es especialmente cierto y lacerante entre los jóvenes. La movilidad social ascendente parece cada vez más una quimera.
Sin prosperidad compartida, la libertad se percibe como farsa. Una sensación generalizada de la ruptura del contrato social ha debilitado la fe en el Estado de Derecho (que tiene entre sus funciones centrales poner límites al poder) y alimentado el malestar popular. Políticos populistas han aprovechado en muchos países este aumento de frustración y resentimiento, y han usado a menudo su poder para debilitar o politizar el sistema judicial. En tanto, las instituciones de la UE se muestran demasiadas veces fragmentadas o débiles para actuar con decisión y eficacia, incluso a la hora de defender el Estado de Derecho.
El Estado de Derecho no es un mero conjunto de normas codificadas. Es el principio de sumisión de la fuerza a la razón; la máxima expresión de nuestra búsqueda de una convivencia pacífica. Sin Estado de Derecho, el ejercicio del poder es arbitrario, y la libertad (desconectada de la responsabilidad) se confunde con el deseo o la identidad. Se exige el “derecho” a decir cualquier cosa, sin tener que dar cuentas de su veracidad o impacto, y la invocación a la verdad se presenta como un ataque a la libertad.
Son tendencias destructivas, que los avances tecnológicos amenazan con reforzar. Si no se diseñan y aplican regulaciones adecuadas, es probable que la inteligencia artificial enriquezca a unos pocos afortunados y limite las oportunidades del resto. Además, delegar la gobernanza a algoritmos no es modo de revivir un contrato social, ni la legitimidad democrática a la que sirve de base. Si a esto se le suma la creciente instrumentalización agresiva de la energía, de los datos, de las infraestructuras y de los flujos financieros, resulta evidente que los desafíos futuros serán cada vez más potentes.
Pero en vez de procurar fortalecer el Estado de Derecho para enfrentarlos, éste se percibe cada vez más como problema (y el modelo autoritario de China como solución). Según el libro reciente de Dan Wang, Breakneck: China’s Quest to Engineer the Future, la indiferencia de China por los procedimientos legales le ha permitido convertirse en un “Estado ingenieril”, que puede “construir megaproyectos sin temor”, a diferencia de la “sociedad leguleya” estadounidense, que se pone obstáculos a sí misma. “En Estados Unidos ya no hay imperio de la ley” lamentaba el mes pasado Niall Ferguson en un podcast de la Hoover Institution. “Hay un imperio de abogados”.
En un mundo tan cambiante como el nuestro, la gente quiere resultados inmediatos, no debates vistos como caóticos y normas enmarañadas; y China parece ofrecer precisamente eso. Sin duda el Partido Comunista de China quiere que pensemos así, y promueve su particular autoritarismo capitalista de Estado como un modelo superior que otros deberían emular. También está crear un marco de cooperación internacional alternativo. En septiembre, el presidente chino Xi Jinping presentó una nueva “iniciativa de gobernanza global” con promesas de igualdad soberana, respeto del derecho internacional, un enfoque “centrado en la gente” y la entrega de “resultados reales”.
Pero esta retórica tan atractiva oculta una realidad distinta, donde la ley está al servicio del gobernante y la libertad es prescindible. En una época de desigualdad al alza y rendición de cuentas en retroceso, puede parecer que la democracia es un precio pequeño que es lícito pagar a cambio de eficiencia y prosperidad; y el apoyo a políticos de extrema derecha hace pensar que muchos europeos son susceptibles a esta lógica. Pero que nadie subestime la pérdida de derechos implícita en este trueque. Que nadie olvide, tampoco, que los valores, los sistemas y las soluciones que con esfuerzo se desarrollan y afianzan a través de los “caóticos” procesos democráticos son mucho más duraderos que los que están sujetos al capricho autoritario.
Pero para resistir estos cantos de sirena, Europa debe convertir su experiencia regulatoria en capacidad de acción y ofrecer una arquitectura energética resiliente, sólidas funciones de seguridad y defensa y una política industrial que no castigue la innovación. También debe ejercer una diplomacia que reúna a actores mundiales con ideas afines en torno a principios y normas compartidos. Y sobre todo, debe restaurar y reequilibrar los tres pilares de su contrato social.
Esto demanda una economía que cree oportunidades para todos, una política que restablezca la rendición de cuentas real y una cultura que reconozca la libertad como algo inseparable de la responsabilidad. No es una cuestión de nostalgia, es un requisito para la estabilidad y el progreso futuros. Solo esta renovación permitirá a Europa prosperar y seguir siendo un modelo de valores democráticos.
La autora
Ana Palacio fue ministra de asuntos exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.
Copyright: Project Syndicate, 1995 - 2025
www.project- syndicate.org