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Opinión

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El himno. La alegría

200 años de una herencia espiritual de la humanidad

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Imaginemos una noche de estreno, la fecha 7 de mayo de 1824, el lugar el Teatro de la Corte Imperial de Viena. En el escenario frente a la orquesta, que por la complejidad de la obra a estrenarse, ha debido combinar a la orquesta del Teatro Imperial, a la de la Sociedad Musical de Viena y complementarse con instrumentistas adicionales, se encuentran dos directores: el propio compositor y el maestro de capilla del Teatro Imperial. Tan solo después de dos ensayos generales la orquesta está lista para interpretar por vez primera la partitura que sería inscrita, en el 2001, en el Registro Memoria del Mundo por la UNESCO y consagrada como herencia espiritual de la humanidad. La obra, la Sinfonía número 9, el compositor Ludwig van Beethoven, quien en esos momentos era prácticamente sordo.

La pieza consta de varias innovaciones en la música de concierto, la obra trastoca el orden clásico de los movimientos y añade un quinto movimiento, un coral, algo totalmente inusitado en piezas sinfónicas y el cual se consagrará, desde esta noche histórica, en la composición más destacada de la música occidental, el Himno a la Alegría.

A lo largo de la vida de Beethoven, Europa estaba atravesando cambios políticos profundos, convulsos y dramáticos; pero mantuvo un espíritu apasionado y benéfico, por lo que se entiende que haya encontrado en el poema “An die Freude” (A la Alegría) de Friederich Schiller la inspiración para conjugar un himno no solo a la felicidad como un sentimiento o una emoción pasajera, sino al estado trascendente de liberación de las diferencias y los desacuerdo, donde las ideas de armonía universal respondieran a la alta misión de conquista de los ideales de la fraternidad romántica y la unión eterna con un destino divino.

Al poema original Beethoven agrega una estrofa inicial:

¡Oh amigos, dejemos esas expresiones!

¡Entonemos cantos más agradables

y llenos de alegría!

La idea es clara, por encima del pesimismo que impera en épocas de confusión y conflicto, la voluntad del espíritu, el cambio de ánimo la puerta a la trascendencia del malestar que nos hunde en la pesadumbre.

¡Alegría, hermoso destello de los dioses,

hija del Elíseo!

Ebrios de entusiasmo entramos,

diosa celestial, en tu santuario.

Tu hechizo une de nuevo

lo que la amarga costumbre había separado;

todos los hombres vuelven a ser hermanos

allí donde tu suave ala se posa.

La poderosa lírica y la contagiosa armonía del quinto movimiento, el Himno a la Alegría, conmovió no solo a la audiencia del Teatro Imperial. El mensaje y la música se viralizaron por el mundo, manteniendo su actualidad y vigencia 200 años después y, esperanzadoramente en tanto haya humanidad, durante miles de años más.

¿Fue el tiempo de Beethoven una era de concordia y paz mundial más estable, menos desigual o violento que el nuestro? ¿Careció de conflictos y desacuerdos políticos o ideológicos? ¿Estuvo libre de guerras, injusticias o tragedias colectivas? ¿Es nuestro presente diferente en esencia a las complejidades del siglo XIX? ¿Conserva vigencia el poder del Himno a la Alegría en su música y la fuerza del poema romántico para superar el actual estado de desunión social y polarización ideológica?

Se antojan múltiples respuestas, pero resulta imposible negar que, a la escucha del Himno a la Alegría, ya sea en sus versiones sinfónicas, desprovista o no de letra o popularizada mediante las adaptaciones traducidas a lenguas democráticas y locales; algo se conecta y cambia, algo se eleva y crece en al alma y transmuta en el ambiente. Por unos minutos la vida renueva la esperanza en la utopía de la reconciliación humana se hace posible: la resolución de los conflictos, el reconocimiento de la dignidad de las personas, la reconciliación de las enemistades.

Este 7 de mayo celebremos nuestra humanidad escuchando la Novena Sinfonía, en especial su quinto movimiento, el Coral, porque todos tenemos derecho a la esperanza, la alegría y la concordia. Es en tiempos de mayor conflicto cuando debemos recordar que, como diría Fichte, “El propósito de la vida no es solo encontrar la felicidad, sino darle un significado”, y ese significado pasa por unir nuestra voluntad a la de nuestros semejantes en la conquista del bienestar común y la reconciliación de las diferencias artificiales que nos separan.

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