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El final de la primera Presidencia

Guadalupe Victoria ocupó el cargo de primer mandatario de México del 10 de octubre de 1824, al 31 de marzo de 1829. Foto EE: Cortesía INAH
No es mentira y no es invento, lector querido, pero nuestro primer presidente se llamaba José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix y era oriundo de Durango. Aunque vino al mundo el 29 de septiembre de 1786, él solía decir que había sido el día 16, seguramente manifestando su ideología libertaria. De su nombre nunca explicó nada, pero hizo maravillas. Ignoró a quienes apostaban que a lo mejor era Miguel, Manuel o Francisco Fernández Félix y esperó hasta 1814, para renombrarse a sí mismo como “Guadalupe Victoria”. No se saben con exactitud los motivos. Algunos lo achacan a que pertenecía al grupo de “Los Guadalupes”, otros afirman que lo diseñó para "reunir en sí mismo las dos ideas que apasionaban más a los mexicanos de aquel entonces: la religión simbolizada en la Virgen de Guadalupe y los deseos de que triunfara el movimiento de Independencia” y todo se consumara en la palabra “victoria” Sin embargo –y fuera de cualquier cuestión como “reinventarse”, suplantar identidades o encontrar un nombre artístico– resultó la decisión más trascendentalmente nacionalista que un ferviente patriota pudiera haber tomado y un nombre absolutamente perfecto para nuestro primer presidente.
Y no paran las sorpresas lector querido: también estamos celebrando los doscientos años de existencia de la figura presidencial, pues fue en 1824 cuando se declaró primer presidente de la República, al general Guadalupe Victoria, iniciando, además, la vida institucional de México, de acuerdo con la Constitución federal de aquel mismo año. No hubo dedazo, ni tómbola ni compadrazgo: Victoria había resultado vencedor en las elecciones presidenciales y Nicolás Bravo había quedado como vicepresidente. Ambos juraron y asumieron sus cargos y comenzaron a realizar sus históricas funciones
Guadalupe Victoria ocupó el cargo de primer mandatario de México del 10 de octubre de 1824 al 31 de marzo de 1829. Durante su mandato, creó el Distrito Federal, estableció ahí los Poderes de la Nación, fundó la Tesorería General de la Nación, declaró –por tercera vez – la abolición de la esclavitud, apagó los intentos de conspiración de algunos religiosos y verdaderos conservadores por volver al régimen colonial, expulsó a los españoles y consolidó relaciones con Centroamérica, Estados Unidos y Gran Bretaña. Sin embargo, uno de los primeros problemas que tuvo que enfrentar fue la falta de presupuesto. Lo atestigua su primer informe de gobierno, dado a conocer el 1 de enero de 1825, en el que Victoria hizo declaraciones optimistas sobre la organización de la hacienda pública que dijeron así:
“El Secretario del Despacho de Hacienda manifestará al Congreso que si no es ventajosa su situación, ni por sus ingresos, ni por sus obligaciones, ha logrado al cabo de multiplicados y penosos esfuerzos, vestir, armar y aumentar el Ejército y la Marina, socorrer al Nuevo México, California y todas las fronteras, acallar los clamores de los empleados de la República atrasados en sus sueldos, y cubrir en todas sus partes las atenciones de la administración con el uso sobrio y arreglado de los préstamos extranjeros. La organización de la Hacienda en lo económico ha obtenido considerables mejoras por la última ley de la materia y avanza sin duda a su perfección.”
Es inútil decir, lector querido, que las cuestiones del dinero faltante y las deudas contraídas jamás llegaron a una solución perfecta. A la mitad de su mandato, la ideal unión republicana se resquebrajó por la lucha entre dos logias masónicas: la yorkina, de tendencia liberal y federalista; y la escocesa, centralista y conservadora. El presidente Victoria, que se hallaba más próximo a los masones yorkinos, adoptó una posición conciliadora e intentó poner fin a los enfrentamientos internos, más solo logró acallarlos. Casi al final de su gestión, comenzarían a ocurrir hechos más graves: enfrentar la rebelión de su propio vicepresidente, Nicolás Bravo y mandarlo al exilio, mirar como las rivalidades entre los que querían su puesto como presidente culminarían en el Motín de la Acordada, bregar con la prensa que no dejaba de caricaturizar y burlarse de sus decisiones.
El primer día de abril de 1829, tras concluir su periodo presidencial, Guadalupe Victoria entregó el poder al general Vicente Guerrero, jurando que después se marcharía a su hacienda de El Jobo a respirar los aires de tranquilidad que estaba seguro soplarían, pero no fue así. Hubo de intervenir en la pacificación de diversas regiones en conflicto, resolver algunas cuestiones de la Guerra de los Pasteles y contener sus temores de que México fuera invadido de nuevo, perdiera la soberanía que tanta sangre había regado, y resultara colonizado otra vez. Temores que le provocaban fuertes dolores de cabeza, graves episodios epilépticos que se fueron convirtiendo en larga, penosa y recurrente enfermedad.
Tal vez por ello, para distraerse del espanto de su salud perdida y para nunca olvidar la victoria de su nombre, decidió seguir. Fue senador por Veracruz y Durango, después presidente del Senado y diplomático durante mucho tiempo.
Nunca se retiró ni pensó en el retiro. Hasta que la muerte decidió por él y se lo llevó el 21 de marzo de 1843, justo cuando empezó la primavera.