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Opinión

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Asomarse y festejar de un modo distinto

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“Antídoto de la amnesia es la memoria histórica”, escribió Miguel León Portilla en el primer fascículo de Historia de México que apareció en 1974. Y en la quinta reimpresión de la vigésima novena edición de su libro Visión de los vencidos, de 2012, nos advirtió que había añadido un capítulo intitulado “Lo que siguió”, un nuevo conjunto de testimonios donde daba cuenta no sólo de la visión de los vencidos sino también las evocaciones de sus hijos y sus nietos hasta llegar al presente. Con ello daba nueva vida —como solamente él puede, como si fuera necesario— a aquella obra fundamental y de su autoría que apareció por primera vez en 1959: el único testimonio que dio voz a los conquistados relatando los presagios del desastre y la ruina final del mundo azteca.

Hace poco nos provocó otro susto. Cuando nos enteramos de que trabajando en el hospital había dicho que esperaba regresar pronto a su casa de Coyoacán.

Hoy el temor ha desaparecido porque llega su cumpleaños el próximo viernes 22 de febrero y hay ánimo de júbilo, memoria y fiesta. Comencemos desde ahora.

Miguel León-Portilla nació en la Ciudad de México en 1926 sin pretensión de fama o fortuna alguna. Todo fue sucediendo poco a poco. Alguna vez, citando un texto náhuatl dijo que desde el vientre de su madre se preveía lo que iba a ser.  No sabemos si se refería a los paseos que de niño realizaba con su tío Manuel Gamio a explorar Teotihuacan o al “periodiquito” que hacía circular entre familiares y amigos a los 12 años, escrito por él mismo, o a su condición de ser excelso universitario. Un puma fuerte y valioso como el oro, una de las joyas más preciadas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Historiador, filólogo y filósofo, maestro e investigador, Miguel León-Portilla develó por primera vez buena parte de nuestra raigambre histórica y la puso delante del mundo. Una auténtica arqueología de las palabras, imágenes e ideas de los pueblos del México originario. (A ver si ya nos dábamos cuenta de que los antiguos mexicanos son sustento, luz y carácter a todo lo que hoy escribimos, pensamos y creamos).

“La historia me atrajo desde los años de mi infancia, escribió en su semblanza para la Academia Mexicana de la Historia. Leía cuanto libro caía en mis manos, sobre todo los referentes al pasado indígena y colonial. Desde entonces admiré, entre otros, a Bernal Díaz del Castillo y Francisco Xavier Clavijero cuyas obras encontré en la casa en que vivía, situada por cierto en la calle de Joaquín García Icazbalceta 93. Concluida la secundaria, estudié en el Colegio de los jesuitas en Guadalajara. Allí se acrecentó mi interés por la historia, aunque me sentí desde entonces atrapado por preocupaciones de índole filosófica. Para mí la filosofía no era asunto de interés meramente académico. Me atraía como camino para encontrar respuesta a preguntas que consideraba —y sigo teniendo— como de requerida respuesta. Después de la preparatoria estudié varios años en Loyola University en Los Ángeles, California, de nuevo con los jesuitas. Aprendí varias lenguas; leí los clásicos griegos, latinos, españoles, franceses, ingleses, alemanes y otros más. Historia y Filosofía siguieron siendo mis ocupaciones y preocupaciones primordiales. Fue entonces cuando leí algunas de las traducciones que el padre Ángel María Garibay K. había publicado, de poemas, cantares, discursos y otros textos de la tradición náhuatl prehispánica. Su belleza y profundidad me cautivaron. Decidí acercarme a cuanta obra —crónica, historia o texto— me permitiera ahondar en lo que fue el pasado indígena en el que se habían producido esas expresiones”.

Aquel momento crucial, hito en la propia historia de su vida y su pensamiento, lo llevó a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y a establecer una relación fructífera tanto en lo académico como en lo personal con el padre Garibay que sería además determinante en su profesión. Para empezar fue su tutor en el doctorado, su maestro de lengua náhuatl y la mano que lo acercó a códices y otras fuentes indígenas además de la llave que le abrió las puertas de los secretos de la perseverancia en el trabajo y el estudio.

Su examen de doctorado fue en 1956 y su tesis, La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes. En la edición revisada de 1959, León Portilla escribe:

“Como todo lo que en alguna forma es portador de vida, también los libros vuelven a vivir cuando su significación se actualiza en la conciencia de quienes los leen. Además, desde un punto de vista diferente, los libros se mantienen vivos cuando, al ser reeditados, sus autores a su vez los reactualizan enmendando posibles deficiencias y añadiendo lo que consideran necesario a la luz de la aportación de ulteriores investigaciones, ajenas y propias. En la presente edición, que por ello califico de nueva, he hecho una y otra cosa: enmendado carencias y la he adicionado con un texto que intitulo: ¿Nos hemos acercado a la antigua palabra?”.

Antes de la obra de Miguel León- Portilla las manifestaciones de arte y cultura en los grandes centros del renacimiento náhuatl como Texcoco y Tenochtitlan eran casi puro asombro. Deleite de propios y extraños como lo atestiguan desde las Cartas de Relación de Cortés y las historias de Bernal Díaz del Castillo hasta los informes de Humboldt y los Diarios de Madame Calderón de la Barca, así como todas las cartas que los viajantes extranjeros escribieron tratando de contar cómo era México. Pero nadie sabía nada de la palabra, de la poesía, de cómo expresaba el hombre indígena la visión de su propia existencia y su relación con el universo. Y es que todavía no había nacido Miguel León-Portilla.

Una autoridad mundial, autor de una obra extensa, miembro del Colegio de México, el Colegio Nacional, la Academia Mexicana de la Historia, con varios títulos académicos, premios y condecoraciones el maestro ha declarado que tres han sido las razones que lo mantienen activo y con una “memoria magnífica”: el trabajo sistemático, la familia y haber encontrado una manera de relajarse.

Hace muchos años, en su semblanza para la Academia Mexicana de la Historia, escribió:

“Mi propósito es seguir trabajando hasta la muerte. Como soy ‘emérito’ mi vinculación con la UNAM perdurará hasta ese momento. Subsisten en mí las preocupaciones filosóficas. Muchas preguntas han quedado sin respuesta pero la filosofía me ha sido una luz incomparable en la comprensión de la Historia. Soy consciente de mis grandes limitaciones. Me duele haber caído en equivocaciones pero me consuela aquello que repetía mi maestro Garibay: Si Dios, que es infinitamente perfecto, hizo este mundo con tantas deficiencias y erratas vivientes que somos los humanos, ¿qué tiene de extraño que nosotros caigamos en falta, descuidos y errores?”.

Pocos de sus alumnos, lectores, conocidos o escuchas, podríamos señalarle algún error, algún descuido. Solamente los nuestros. Y hoy para celebrarlo, además de una felicitación para él, venga un enhorabuena para nosotros, por todo lo que nos ha enseñado —para empezar, que la historia no es un lujo, sino una necesidad— y porque todavía lo tenemos. Como dádiva y ofrenda deberíamos estar recitando uno de sus poemas más queridos:

Cuando muere una lengua

Para siempre se cierran

A todos los pueblos del mundo

Una ventana, una puerta,

Un asomarse

De modo distinto

A cuanto es ser y vida en la tierra.

Cuando muere una lengua

Sus palabras de amor,

Entonación de dolor y querencia

Tal vez viejos cantos,

Relatos, discursos, plegarias,

Nadie, cual fueron,

Alcanzará a repetir.

@CeKuhne

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