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Arte e Ideas

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Pensando con igualdad y construyendo con inteligencia

La alemana Clara Zetkin propuso la celebración del Día de la Mujer en 1910.

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Es justamente marzo cuando toca hablar de las mujeres. En este mes está su día y por extensión son suyos los 31 días que lo componen. Por sanidad académica y mental— aunque existan crueles sospechas— es preferible pensar que tal homenaje al género nada tiene que ver con las flores y mariposas. (No se olvide que no faltan las mentes extremas que se ofenden hasta el paroxismo si a alguien se le ocurre decir que a las mujeres les gusta el color rosa, prefieren la primavera o hay que regalarles orquídeas).

La existencia oficial del Día de la Mujer, cuenta el cronoscopio, fue propuesto por la alemana Clara Zetkin en 1910. Ella había sido integrante del Sindicato Internacional de Obreras de la Confección, durante el Congreso Internacional de Mujeres Socialistas en Copenhague, Dinamarca. Su frase de batalla: “Contra el maltrato la palabra”. Pero no era la primera vez, ni los primeros tiempos donde las mujeres armábamos barullo: se sabe de la participación femenina durante la Revolución Francesa en 1789, de la lucha por la aprobación, en 1886, del trabajo profesional de las mujeres y el reclamo femenino para participar en los asuntos nacionales e internacionales y por la protección de las madres y sus hijos. Con palabras, pues, habría que componer una nueva historia de la mujer.

En otros tiempos, según la Biblia, era muy claro que un principio había sido el verbo. No había duda: el origen implicaba no sólo el decir sino la voluntad de la palabra. Voluntad divina, por supuesto. Después se hizo la luz, el agua y luego llegó Adán seguido de su Eva. Entonces las cosas comenzaron a complicarse y a contaminarse de tiniebla. La alegría de la existencia de el paraíso duró menos que una carcajada y de la expulsión todavía no nos reponemos. Ante tal despojo no hubo cura ni esperanza. Y a veces ni siquiera el consuelo de la nostalgia, porque todo estaba enturbiado por el rencor. Un resentimiento misógino, por cierto. Culpa de ella, de Eva, dijeron. Por sucumbir a la serpiente, no dar paso sin el huarache de la necedad, morder esa manzana cuando Adán ni estaba listo, ni quería, ni pensaba siquiera en la sabiduría. Pero ella —sin duda su mujer— con un simple gesto había desafiado al mismísimo Dios y había querido comerse los placeres y dolores del entendimiento. La ira del Creador — como es habitual— no tuvo límites. Y su castigo fue el más cruel de todos: quitarnos el paraíso y ponernos a vivir en infiernitos.

Después surgieron mujeres emblemáticas. Ejemplos de no sé sabe qué, pero con un papel determinante. Penélope, por ejemplo.  Como todas las noches, ella tejía. Y lloraba en cuanto salía el sol. En el mismo libro de la Odisea confiesa: “A mí un gran e infinito pesar me otorgaron los dioses. Todo el día consuelo mi afán con el llanto y, gimiendo, cumplo con mi trabajo y vigilo a las siervas de la casa; pero en cuanto se acerca la noche y acuéstanse todos, en mi lecho me tiendo y el cruel aguijón de mis penas hiere mi corazón oprimido y me incita aun al llanto.”

Penélope, sin embargo, estuvo considerada básicamente y durante mucho tiempo como esposa de Ulises y madre de Telémaco. A veces un símbolo inequívoco de la paciencia y la resignación, otras tantas —más cercanas en el tiempo— un ejemplo lamentable. Porque pensar que para enfrentar el abandono de un marido —por muy rey que sea o que se sienta— hay que pasársela tejiendo, llorando ¡y destejiendo! Es hoy impensable, escandaloso, vergonzoso, lo más opuesto al empoderamiento y causa mucha pena. (Aunque al final, a pesar de su indecible sufrimiento, Penélope, resultara ser una mujer que no necesitaba de nadie para acabar con sus pretendientes y no estaba dispuesta a hacer lo que no quería)

Villanas para unos y heroínas para otros, en todas las épocas y naciones, existen mujeres destacadas por su excelencia en las habilidades que dijeron les correspondían —cocinar, encargarse de una casa, ser la madre de sus hijos y marido sin distinción de edades— y convertir a la familia en lo esencial; y muchas otras que fueron condenables porque tuvieron cualidades profundas y distintas: fortaleza, pensamiento, ideología y talentos que no hubo hombre pudiera equiparar o comprender. Nada más recordemos —en nacional homenaje— al obispo de Puebla, escribiéndole a Sor Juana Inés de la Cruz una carta terrible, firmándose Sor Filotea —un nombre de mujer— para decirle hipócrita: “No apruebo la vulgaridad de los que reprueban en las mujeres el uso de las letras, pues tantas se aplicaron a este estudio, no sin alabanza de San Jerónimo. Es verdad que dice San Pablo que las mujeres no enseñen; pero no manda que las mujeres no estudien para saber; porque sólo quiso prevenir el riesgo de elación en nuestro sexo, propenso siempre a la vanidad. Letras que engendran elación, no las quiere Dios en la mujer; pero no las reprueba el apóstol cuando no sacan a la mujer del estado de obediente”. Y no nos olvidemos de la heroica, la elegante y cabal desobediencia de la increpada Décima Musa. Aquella que logró que su epistolar respuesta fuera un clásico de la literatura mexicana y una muy ejemplar manera de explicar que podía renunciar a la forma, pero nunca a la hechura de su espíritu.

De las mujeres es imposible no hablar, porque disponen, resuelven la trama y deciden principios y finales. Llegarían otras a componer nuestra historia (doña Josefa, Leona Vicario, Elvia Carrillo Puerto); a darle más brillo a nuestras artes, letras y academia (Frida Kahlo, Rosario Castellanos, Clementina Díaz de Ovando), a brillar en ciencias, política y discurso. Tanto, que muchos han llegado a sospechar que en la vida de los hombres, las tierras y las naciones pasa exactamente lo mismo. García Márquez, por ejemplo, alguna vez lo dijo: “En todo momento de mi vida hay una mujer que me lleva de la mano en las tinieblas de una realidad que las mujeres conocen mejor que los hombres y en las cuales se orientan mejor con menos luces.”

Tenía toda la razón

Sin embargo no todos los grandes hombres han tenido tan excelsa impresión de las mujeres. Napoleón, un ejemplo de irreductible valentía, solía decir que las batallas contra las mujeres sólo se ganaban huyendo. Otros, como Benjamín Franklin, aconsejaban que quien quisiera ver progresar sus negocios tenía que consultar a su mujer y Francisco de Quevedo, que para ser seguido por las mujeres había que ponerse delante. Pero quizá en este rubro el mejor fue Rudyard Kipling cuando dijo una verdad más grande de una casa: que la más tonta de las mujeres puede manejar a un hombre inteligente, pero es necesario que una mujer sea muy hábil para manejar a un imbécil.

Sirva lo anterior como un entremés para este muy próximo 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Y le cuento de una vez, lector querido, cuál es el eslogan de este año: “Pensemos en igualdad, construyamos con inteligencia, innovemos para el cambio”. Una celebración que en este 2019 se centrará en formas innovadoras en las que podemos abogar por la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres, en especial en las esferas relativas a los sistemas de protección social, el acceso a los servicios públicos e infraestructura sostenible.

La idea es abandonar la parálisis que nos provoca pensar que la discriminación no acabará nunca, que el machismo seguirá gobernando todo, la igualdad de géneros es una utopía que se combate por decreto y el pánico nos va a dictar cuáles horas son decentes para encerrarnos para siempre en nuestras casitas. Mentiras podridas e intolerables. Que los demás hagan y digan lo quieran.

De todos modos somos mayoría.

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