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Nadie avienta pedradas como Enrique Serna
En La ternura caníbal, su nueva colección de cuentos, Serna perfecciona el arte de la crueldad y el señalamiento moral.
¿Hasta dónde puede llegar la crueldad literaria? Pregúntenselo a Enrique Serna, que -parece- conoce bien los linderos entre el pitorreo y la maldad absoluta. Ahí en esa frontera (que la imagino como un potrero, como un cuartel, y como un prostíbulo) se encuentran los cuentos que conforman La ternura caníbal (Páginas de espuma).
Abandone toda esperanza el que entre a estas páginas. Aquí no hay seres valientes, heroicos, inocentes. Los personajes son todos víctimas de su soberbia, su pereza y su hipocresía. Sobre todo son víctimas de la mordacidad de su autor, que está bien educado en el arte de la crueldad literaria.
En Las caricaturas me hacen llorar, colección de sus artículos y ensayos juveniles (por decirles de alguna manera a estos textos publicados en sus años iniciales de periodismo cultural), Serna dedica palabras entusiastas a los Cuentos crueles de Auguste Villiers de LIsle Adam.
Esos regodeos en la suciedad humana le sirvieron a Villiers de LIsle Adam parar observar a la sociedad francesa del siglo XIX con varias onzas mezcladas de horror y amor. Horror: la naturaleza humana es de cerdos. Amor: hasta los cerdos tienen conflictos internos que justifican su amor por el lodo. Nadie sale indemne de esos cuentos, ni los protagonistas ni mucho menos los lectores.
Serna sigue el camino trazado por el romántico francés. Éstos son los Cuentos crueles versión México, siglo XX, principios del XXI.
Un cura pecador atrapado entre la violencia del narco y el fantasma de una beata; un cincuentón homosexual se amarra a los resabios de su pasado como pachá del Cine Cosmos; un exiliado de la República Española acaba siendo expulsado de la patria una vez más y termina aceptándose como uno más de los hijos de este país rencoroso en el que vivimos.
A Serna eso de destruir palabra a palabra a sus personajes se le da. Quería darse el gusto de humillarlo, sabiendo que en el fondo era un niño esperando un castigo proporcional a su fechoría dice la esposa cornuda de Drama de honor . ¿Usted cree que la mujer, buena madre y buena esposa, es un ser digno de nuestra compasión? Claro que no: bien que sabe manipular la cachondería culposa del marido para sacarle una camioneta nueva. Pero, más allá de la SUV y la comodidad suburbana, lo que esa mujer obtiene cada vez que su marido se acuesta con otra es la superioridad moral con la que controla la relación. Porque nadie dijo que el matrimonio no fuera un estercolero.
No es que no haya espacio para la belleza. En La vanagloria , un poeta de provincia es elogiado por Octavio Paz en una carta y es lo bastante imprudente para presumirlo con sus amigos. La fortuna se burla de él porque, ay, la bendita carta se pierde y se queda sin evidencia de su grandeza reconocida. Como cabría de esperarse, se convierte en el apestado, el cangrejo que quiso salirse de la cubeta echando mentiras. La desgracia lo lleva a un periplo desesperado en busca de Paz que desenlaza en mayor desencanto que deriva en un acto de madurez. Y luego, en un milagro poético: una rompiente de olas me anunció la germinación del silencio .
Hay algunas cosas que se le puede reprochar a La ternura caníbal. Serna, tal vez el mejor cuentista de la actualidad mexicana, peca a veces de obvio y de ingenuo: todos los personajes hablan igual, todos sufren de la incontinencia de sus deseos sexuales, todos son egocéntricos sin mayor vuelta. Y donde hay poder, hay maldad, sin otra posibilidad.
Por supuesto, los cuentos de La ternura caníbal son obra de un moralista. Ya se sabe que el juez que avienta la piedra también puede ser el que mejor cuente la historia (él sabe por qué la pedrada). Siempre y cuando no esconda la mano. Serna siempre tiene las manos a la vista.
concepcion.moreno@eleconomista.mx