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La venezolanización de las elecciones
Opinión
El domingo se celebraron elecciones. Como era de esperarse, hubo poca participación, acarreo, candidatos preseleccionados y mucha intervención del gobierno. El resultado fue previsible: los aspirantes palomeados por el oficialismo fueron mayoritariamente votados para ocupar cargos de elección popular, con un voto profundamente cuestionado en su legitimidad.
En Venezuela, la ficción ya es realidad. La ficción de crear elecciones. La ficción de construir narrativas alrededor de su supuesta legitimidad. La ficción de inventar instituciones que nacen de fraudes a la ley y al debido proceso. Es la culminación de años de desgaste institucional, de erosión sistemática a las bases democráticas para favorecer a un solo partido y a un solo proyecto político. Ante la debilidad institucional, viene la falta de credibilidad. Y sin credibilidad, solo queda la fuerza: la del ejército, la de la policía, la del aparato represor. Quien no se alinea es expulsado, arrestado, perseguido y humillado.
Nos equivocamos los que hace siete años pensábamos que era una exageración de campaña hablar de una venezolanización con la llegada de Morena al poder. Hoy, con la elección de jueces, magistrados y ministros por voto directo, una aberración democrática disfrazada de participación ciudadana, México entra en terrenos de simulación electoral que ya conocemos por el espejo sudamericano.
Se “transforman” instituciones esenciales de la vida republicana para cumplir caprichos personalísimos del líder que vive en Palenque. Se politiza la justicia desde su raíz y se despoja al Poder Judicial de su independencia con el pretexto de devolverle el poder al pueblo. Pero no hay tal pueblo eligiendo, sino un aparato ideológico disciplinando. Una democracia auténtica se construye con contrapesos, con transparencia, con instituciones fuertes y autónomas, no con consultas amañadas ni urnas vacías.
Las elecciones judiciales del domingo, como las que se realizaron una semana antes en Venezuela, no buscan justicia ni participación. Buscan sumisión. El objetivo es concentrar el poder usando el nombre de la democracia como disfraz. Para el oficialismo, las instituciones son buenas si las controlan; si no, son corruptas, elitistas, “neoliberales”. En ese binarismo tóxico han fundado su narrativa: lo que sirve a su causa es legítimo; lo que no, es traición.
Pero hay algo más inquietante: muchos de los aspirantes tienen vínculos documentados o sospechosos con organizaciones rentistas, sindicatos de dudosa reputación, agrupaciones religiosas cuestionadas y, en algunos casos, incluso con estructuras ligadas al crimen organizado. En vez de garantizar justicia, se institucionaliza el clientelismo, la captura de plazas judiciales y la colonización ideológica del sistema legal. La elección judicial se convierte así en un reparto de cuotas y favores con toga.
Hace unos días hablaba con un banquero de inversión inglés basado en Nueva York sobre lo que está ocurriendo en México. Me preguntó si era verdad que íbamos a elegir jueces en las urnas. No supe bien qué responder. Le devolví la pregunta para evitar entrar en arenas movedizas. Frunciendo el ceño, me dijo: “Es absurdo. Una barbaridad” Tal vez esa sea la descripción más clara para quienes todavía creíamos que México no podía llegar a este punto.
Quizás esta elección sea apenas el inicio de una nueva etapa de desconfianza estructural. Porque cuando se contamina la justicia con propaganda lo que viene después es el desgaste por generaciones de la credibilidad institucional.
La confianza tarda décadas en construirse. Destruirla, en cambio, toma una boleta, una simulación, una elección sin sentido.