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La trampa de los determinantes
Rafael Lozano | Columna Invitada
Durante las últimas décadas, el discurso de salud pública se llenó de expresiones que parecen anunciar una transformación profunda: determinantes sociales, comerciales, ambientales, políticos, todos ellos “determinando” la salud. A primera vista, este vocabulario amplía el horizonte clásico al reconocer que la salud no depende solo de hospitales o médicos, sino también de empleo, vivienda, educación, alimentos, mercado, poder. El lenguaje parece traer, al fin, el mundo real a la conversación sanitaria. Sin embargo, bajo esa superficie se esconde una continuidad más fuerte que la novedad proclamada. El cambio se dio en el tono, no en el paradigma: una renovación cosmética que permite exhibir sensibilidad social sin alterar la forma dominante de pensar y gobernar la salud.
La noción de “determinantes” luce crítica y moderna, pero conserva intacta la lógica causal que ha organizado la salud pública desde el siglo XIX, “algo actúa sobre algo”. Antes eran bacterias que producían enfermedad; ahora son la pobreza, el desempleo, el alcohol barato o las políticas fiscales. La estructura conceptual es la misma: factores externos producen efectos internos. El vocabulario se renueva, pero la sintaxis mental no. La salud sigue apareciendo como resultado de impactos administrables, como variable dependiente en una ecuación que busca identificar, clasificar y controlar amenazas. Ese traslado del modelo bacteriológico al modelo social es lo que permite que el discurso de los determinantes aparezca como innovador sin alterar realmente la forma de pensar.
Aquí se revela la primera trampa semántica. Lo que llamamos determinantes de la salud son, en sentido estricto, determinantes de la enfermedad. El nombre ha cambiado, pero la esencia permanece. La salud se define por sustracción, por ausencia de riesgo. Lo que podría ser la afirmación de capacidades vitales queda reducido a una suerte de residuo epidemiológico: aquello que queda cuando la intervención ha logrado reducir, con mayor o menor éxito, los daños contables. Desde esta perspectiva, un país “gana salud” cuando pierde muertes o ingresos hospitalarios. Medimos lo que desaparece, rara vez lo que emerge. El lenguaje de los determinantes refuerza así una mirada en la que la vida cuenta menos que la pérdida.
Este texto se inscribe en una conversación que incluye la epidemiología crítica latinoamericana y las revisiones más recientes del marco de determinantes sociales, pero propone desplazar el foco hacia la trampa lingüística y epistémica que hace casi imposible pensar la salud como proceso vital y no solo como ausente de la enfermedad.
El desplazamiento semántico hacia lo positivo —“determinantes de la salud” en lugar de “causas de enfermedad”— también suaviza el conflicto. Es más cómodo hablar de salud que de enfermedad, más neutro decir “determinantes sociales” que “estructuras que enferman”. La elección del término despolitiza el fenómeno. El lenguaje positivo convierte el daño en variable técnica, la desigualdad en gradiente, la injusticia en coeficiente estadístico. La violencia laboral, el racismo o el patriarcado aparecen como “factores asociados”, nunca como relaciones de poder que organizan cuerpos y territorios. Esta capacidad de transformar problemas estructurales en métricas digeribles explica buena parte de su aceptación global.
Los grandes modelos que inauguraron esta forma de ver —del informe Lalonde al diagrama de Dahlgren y Whitehead— ampliaron el mapa, pero no la episteme (Dahlgren & Whitehead, 1991). Mostraron capas de influencia, círculos concéntricos, gradientes sociales. Sin embargo, mantuvieron intacta la lógica de factores que actúan sobre individuos. La salud pública global adoptó esos marcos porque permitían incorporar temas sociales sin tocar los cimientos técnicos de la gobernanza sanitaria: indicadores, metas, comparaciones internacionales. Como advirtieron autores latinoamericanos, el énfasis en “determinantes” dejaba en la sombra la “determinación social” de la salud: no solo factores que influyen, sino procesos históricos que producen modos de vivir, enfermar y morir. El concepto parecía radical, pero llegaba despojado de conflicto.
La episteme del laboratorio —que privilegia la observación controlada, la separación de variables y la búsqueda de certeza— se trasladó casi intacta a los estudios sociales de salud. Incluso cuando se habla de desigualdad, la ambición dominante es medir, clasificar y predecir. La complejidad se reduce a la gestión de múltiples factores; lo que se presenta como enfoque holístico es, en realidad, un enfoque multifactorial: más piezas, pero la misma máquina. La vida social se trata como agregado de variables y no como tejido donde las relaciones importan más que los elementos. En esa operación se pierde precisamente aquello que la epidemiología crítica y autoras como Nancy Krieger han intentado recuperar: el vínculo entre cuerpos, historia y poder (Krieger, 2011).
La noción de “determinantes comerciales de la salud” ilustra otra faceta de esta trampa. La expresión pretendía denunciar el papel de industrias productoras de tabaco, alcohol, comida ultraprocesados o bebidas con edulcorantes artificiales en la producción de enfermedad. Pero el propio término es contradictorio: el mercado no determina salud, sino daño. Presentarlo como determinante “de la salud” suaviza el conflicto y lo adapta al lenguaje técnico. La crítica estructural se vuelve categoría administrable. La industria pasa de ser actor responsable a ser factor mensurable. En lugar de preguntarnos qué organización económica hace posibles esos productos y estrategias, nos concentramos en cuantificar exposiciones y riesgos relativos. El problema deja de ser político para volverse estadístico.
Esta operación no es inocente. El discurso de los determinantes permite hacer visible el daño sin nombrar directamente a los actores que lo producen. Permite denunciar sin incomodar demasiado. Es un lenguaje compatible con un mundo que celebra la evidencia mientras evita el conflicto estructural. Los determinantes sociales florecieron precisamente porque eran neutros, porque no exigían interrogar las estructuras que los producen, porque podían incorporarse sin reconfigurar el orden existente. El éxito de los determinantes está en que politizan el vocabulario sin politizar la episteme. De allí la paradoja: hablamos de determinantes sociales de la salud, pero rara vez cuestionamos la organización social que determina a esos determinantes.
La asimetría entre lo que se nombra y lo que se calla aparece también en la forma en que medimos. Nuestros sistemas de información registran, con enorme detalle, muertes, ingresos hospitalarios, casos nuevos, factores de riesgo, años de vida perdidos. En cambio, casi no disponemos de métricas consistentes sobre vínculos comunitarios, autonomía, sentido de proyecto de vida o capacidad de cuidado mutuo. El aparato estadístico que sostiene a la salud pública fue diseñado para perseguir enfermedad, no para comprender salud. Por eso la trampa de los determinantes no está tanto en lo que dicen, sino en lo que impiden pensar: mientras más refinamos la medición del daño, menos palabras tenemos para nombrar la vida que queremos sostener.
Superar esta barrera exige devolverle lenguaje propio a la salud, reconocerla como proceso vital, como capacidad de relación, como posibilidad de sentido. No basta con agregar nuevos determinantes ni con multiplicar niveles de análisis. Se requiere una transformación más honda: pasar de la lógica del impacto a la lógica de la interacción, de la causalidad fragmentada a la comprensión relacional, de la ciencia del control a una ciencia de la vida. Ello no implica renunciar a medir, sino medir de otro modo: medir relaciones y no solo objetos; observar sin amputar el contexto; traducir lo complejo sin traicionarlo.
La trampa de los determinantes, en última instancia, no radica en su insuficiencia técnica, sino en su éxito conceptual. Permiten hablar de justicia sin nombrar injusticias, de salud sin nombrar vida, de prevención sin nombrar cuidado. Nombran la salud mientras refuerzan la episteme que la vuelve invisible. Tal vez la originalidad ya no consista en inventar nuevos determinantes, ni en añadir adjetivos a la palabra salud, sino en algo más simple y exigente: atreverse a nombrar la vida que queremos defender y el tipo de mundo que la hace posible.
Referencias Recomendadas
- Dahlgren, G., & Whitehead, M. (1991). Policies and strategies to promote social equity in health. Stockholm: Institute for Futures Studies.
- Krieger, N. (2011). Epidemiology and the people’s health: Theory and context. New York: Oxford University Press.
*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.
Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor. rlozano@facmed.unam.mx; rlozano@uw.edu; @DrRafaelLozano