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Poniendo la mano sobre el corazón
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Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla fue fusilado al amanecer del día 30 de julio de 1811. La espera había sido larga. Lo habían aprehendido en mayo, en las norias de Acatita de Baján, y trasladado a Chihuahua donde lo interrogaron durante muchos días. Lo acusaron de haber levantado al ejército; fabricado monedas, cañones, armas y municiones, cometido crímenes y asesinatos y haberse levantado en armas, para independizar del reino español al territorio entonces conocido como Nueva España, Lo condenaron a muerte. Y sí, lector querido, se trataba de Miguel Hidalgo.
Hijo de Ana María Gallaga y del español Cristóbal Hidalgo y Costilla, fue el mayor de cinco hermanos. En 1765 fue admitido como interno en el Colegio de San Nicolás Obispo donde sus compañeros le adjudicaron el mote de “zorro”, por su sagacidad, agilidad y conocimientos. Hacia 1770 obtuvo el grado de Bachiller en Artes por la Real y Pontificia Universidad de México y tres años después el de Bachiller en Teología. Al año siguiente impartió clases de teología y filosofía y realizó una intensa vida académica. En 1778 se ordenó como sacerdote y combinó su labor magisterial en San Nicolás con la de sacristán en Santa Clara del Cobre. Era un hombre culto: hablaba francés latín, italiano, así como purépecha, otomí y náhuatl, además de ser voraz lector de clásicos griegos y latinos como Cicerón, Ovidio, Virgilio y teólogos como Builart y Juan Caramuel, además de conocer a la perfección a escritores de la Ilustración Francesa como La Fontaine, Racine y Moliere.
Toda aquella sapiencia, el hecho de que fuera un hombre “muy leído y escribido”, experto en cuestiones como el cultivo de uva y de moreras para la cría de gusanos de seda, además de un amante de la música y el teatro, despertó, no sólo atención y escándalo, sino también una empatía amenazante.
Ante el Tribunal del Santo Oficio fue acusado por “leer libros prohibidos, mal aconsejar, no guardar los principios de la Iglesia, promover que en sus reuniones se comiera y se bebiera en exceso y permitir “se puteara en su casa”. Las denuncias en su contra fueron aumentando y cuando se hizo cargo del curato de Dolores, tanto laicos como ateos, feligreses, servidores públicos y alumnos ya estaban contagiados de anhelos de libertad.
No es extraño pues, que se uniera a conspiraciones de Valladolid, San Miguel el Grande y Querétaro en contra del imperio español y que sus convicciones provocaran que, en la madrugada del 16 de septiembre de 1810, sin mayor estrategia militar, pero lleno de fervor, convocara a iniciar la lucha por la independencia. Muchos se unieron a aquel primer levantamiento y todavía más, cuando en Atotonilco, el cura Miguel Hidalgo tomó una imagen de la Virgen de Guadalupe como estandarte.
La noticia se difundió muy pronto y los insurgentes tomaron ciudades como San Miguel el Grande y Celaya, se les unieron hombres tan valiosos como José María Morelos. Sin embargo, en Puente de Calderón, cerca de Guadalajara, se enfrentaron con el ejército realista, al mando del general Félix Calleja, en una batalla que resultó el inicio del fin. Hidalgo, Allende y 27 compañeros más, fueron víctimas de una emboscada, hechos prisioneros y conducidos a Chihuahua.
Fue un tal Pedro Armendáriz, jefe del pelotón que fusiló en Chihuahua a Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez quien en 1822 publicó en el periódico La Abeja Poblana, un texto donde relató los últimos instantes de la vida de Miguel Hidalgo y decía así:
“El año de ochocientos once, me hallaba en Chihuahua como ayudante de plaza del Señor comandante General Salcedo; mi empleo era teniente de presidio, comandante del segundo escuadrón de Caballería de reserva y vocal de la Junta de Guerra. Como tal sentencié entre otros a muerte, a los señores Cura Don Miguel Hidalgo y Costilla, Don Ignacio Allende, Aldama, Jiménez y Santamaría, fui testigo de vista más inmediato de sus muertes. “El señor Hidalgo luego que llegó a Chihuahua se puso preso con las seguridades en el cuartito número 1° del Hospital; muy a menudo se confesaba, se condujo con la mayor resignación y modestia (…) se mantuvo orando a ratos, en otros reconciliándose, y en otros parlando con tanta entereza, que parecía no se le llegaba el fin a su vida. En la mañana de aquel día 30 de julio, acompañado de algunos sacerdotes, doce soldados armados y yo, lo condujimos al corral del mismo Hospital a un rincón donde le esperaba el espantoso banquillo (…) la marcha se hizo con todo silencio; no fue exhortado por ningún eclesiástico en atención a que lo iba haciendo por sí mismo con un librito que llevaba en la derecha, y un crucifijo en la izquierda; llegó como dije al banquillo, dio a un sacerdote el librito, y sin hablar palabra, por sí se sentó en el tal sitio, en el que fue atado con dos portafusiles de los molleros..”
No profirió ni una queja. Se negó a morir con los ojos vendados y de espaldas al pelotón. Con la cara frente a la tropa, puso una mano sobre su corazón para indicar al pelotón el lugar donde atinar los tiros y recibió cuatro descargas.