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Monarquía regulatoria en el siglo XXI
Opinión
La propuesta de reforma a la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión impulsada por el gobierno mexicano ha encendido alarmas no solo a nivel nacional, sino también entre los socios comerciales de América del Norte. La reforma viola principios fundamentales del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC), particularmente aquellos relativos a la independencia regulatoria, la competencia justa y el comercio digital.
No obstante, la memoria nos recuerda que las preocupaciones de los socios del norte no son nuevas, sino esperables, dadas las objeciones y reservas que ambos países expresaron durante los procesos de aprobación de las reformas judicial y energética. Aunque desde una perspectiva nacional dichas reformas tienen como objetivo regresar a México a los tiempos de una presidencia monárquica, aquella dirigida por el PRI y que Mario Vargas Llosa denominó como “la dictadura perfecta.”
Lo cierto es que hoy, en el siglo XXI, los tratados comerciales internacionales ocupan un lugar central en los marcos legales de sus signatarios. México, primero durante la presidencia de Andrés Manuel López Obrador y ahora bajo el mandato de la presidenta Claudia Sheinbaum, se está dando cuenta de cómo decisiones internas de política pública pueden convertirse en controversias internacionales que lleguen a comprometer las relaciones comerciales del país.
Las fricciones con el T-MEC comenzaron en julio de 2022, cuando tanto Canadá como Estados Unidos invocaron el Capítulo 31 del tratado y solicitaron consultas formales sobre prácticas que consideraban discriminatorias. En pocas palabras, la reforma energética había sido creada para favorecer de forma desleal a Petróleos Mexicanos (Pemex) y a la Comisión Federal de Electricidad (CFE), en detrimento de la inversión privada extranjera. O lo que los abogados calificarían como una violación al Artículo 2.3, que estipula trato nacional para los bienes de los países miembros del tratado.
La reforma judicial también provocó preocupación en los gobiernos de Canadá y Estados Unidos, aunque en esta ocasión de manera indirecta. El T-MEC no regula de forma explícita la estructura del poder judicial de sus miembros, pero sí contiene cláusulas que exigen trato justo y equitativo a los inversionistas extranjeros, tal como se observó en el caso de la reforma energética. Asimismo, exige protección contra expropiaciones indirectas y promueve la existencia de instituciones imparciales y transparentes. Cuando el resultado de una reforma es un Poder Ejecutivo fortalecido con instituciones subordinadas y un Poder Judicial con alta probabilidad de politización, todo indica que es cuestión de tiempo para que se invoque nuevamente el Capítulo 31 del tratado ante disputas promovidas por los gobiernos estadounidense y canadiense. ¿Resultado? Incertidumbre jurídica: palabras malditas para los inversionistas.
La propuesta de Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión, al centralizar el poder regulatorio en manos del Ejecutivo, parece seguir el mismo camino de impugnación que ya enfrentan las políticas energéticas y, posiblemente, las reformas al sistema judicial. Basta con observar cómo distintos expertos legales coinciden en que la desaparición del Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), un organismo autárquico con reconocimiento constitucional, y su reemplazo por una entidad subordinada a la Presidencia constituye una violación directa al Artículo 18.15 del T-MEC. Este artículo exige que los órganos reguladores del sector de telecomunicaciones sean independientes, estén libres de influencias indebidas y operen con transparencia y objetividad.
Si se sustituye un ente independiente y autárquico por una entidad donde impere la discrecionalidad decisional de la Secretaría de Gobernación o de la Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes, se produciría un quiebre en el diseño institucional que fue clave para que México se adhiriera a las reglas internacionales de competencia y transparencia.
Otro punto a destacar, al menos según el texto actual de la propuesta de ley, es la intención de asignar espectro sin licitaciones a operadores estatales como CFE Telecom, y de eximirlos de ciertas obligaciones regulatorias. Esto representa un trato preferencial que puede ser considerado como discriminatorio hacia todos los operadores de telecomunicaciones del mercado. Esta dinámica reproduce el patrón observado en el sector energético: favorecer a las empresas del Estado bajo argumentos de soberanía y desarrollo nacional, sin respetar los compromisos multilaterales de no discriminación. El T-MEC obliga a que todos los actores, públicos o privados, compitan bajo reglas equitativas, y cualquier exención o ventaja injustificada para empresas estatales puede derivar en una acción legal por parte de los socios comerciales.
Aunque se eliminó el artículo 109 de la iniciativa, el cual permitía bloquear plataformas digitales por razones normativas, el espíritu de control estatal sobre el entorno digital persiste en el diseño institucional propuesto. Esto plantea serias dudas sobre la intención del gobierno mexicano de cumplir con los estándares internacionales en materia de comercio digital, neutralidad de la red y acceso libre a contenidos, todos ellos elementos esenciales para el desarrollo de la economía digital en América del Norte. El control y acceso a datos personales por parte de las autoridades mexicanas no es un tema menor, si se considera que durante el mandato del presidente López Obrador se utilizó más de 450 veces el software de vigilancia Pegasus para infringir en los derechos de privacidad de ciudadanos mexicanos. ¿Una presidencia monárquica con deseos de acceder a los datos personales de todos los residentes del país?
La experiencia acumulada con las controversias energéticas y las advertencias frente a la reforma judicial deben servir de lección para la nueva iniciativa en telecomunicaciones. Si el objetivo del gobierno mexicano es reformar el marco institucional para alcanzar metas de desarrollo, inclusión y soberanía tecnológica, debe hacerlo respetando los compromisos adquiridos en el T-MEC. No se puede usar la frase “fortalecer la soberanía nacional” como justificación para violar un tratado vinculante.
De continuar con este patrón en los distintos sectores de la economía, México corre el riesgo de enfrentar una nueva ola de disputas comerciales, sanciones compensatorias y pérdida de credibilidad ante sus socios internacionales. Estados Unidos y Canadá ya han demostrado que no están dispuestos a tolerar retrocesos que afecten a sus empresas e inversionistas. Seguramente, lo que se resuelva en la disputa actual del sector energético, y cómo evolucione el caso de telecomunicaciones, servirá como termómetro para anticipar la postura que adoptarán los gobiernos de Canadá y Estados Unidos cuando llegue la revisión del T-MEC en 2026.
Por lo pronto, la administración del presidente Trump, en su estilo bombástico, ha dejado de considerar al T-MEC como el mejor tratado comercial de la historia para describirlo como “el peor jamás negociado”. Esto sugiere que buscará introducir cambios en el acuerdo. Ya veremos si repite estrategias como enviar militares a la frontera o exigir que México pague por un muro que los residentes de Tijuana han ido desmantelando para mejorar sus viviendas.
Sea cual sea el desenlace, queda claro que México no puede seguir ignorando que el T-MEC no es solo un acuerdo comercial, sino también un marco de gobernanza económica que protege la certidumbre jurídica, la competencia y los valores democráticos en la región. Ignorar sus disposiciones en nombre de la soberanía equivale, en la práctica, a aislar al país de los circuitos globales de inversión y crecimiento. Si se repiten los errores del pasado reciente, la reforma de telecomunicaciones no será una herramienta de modernización, sino otro capítulo más en la lista de conflictos comerciales que debilitan la posición de México ante la comunidad internacional.