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Opinión

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La artroplastia total de cadera como espejo de la complejidad del cuidado

Rafael Lozano | Columna Invitada

La artrosis de cadera puede parecer, a primera vista, un problema ortopédico delimitado: dolor, rigidez, pérdida de movilidad, alteración del cartílago y de la congruencia articular. Sin embargo, vista desde la complejidad, es el resultado de múltiples desajustes biológicos, metabólicos y sociales que se van acumulando hasta romper la capacidad del cuerpo para sostener su propio equilibrio. En términos sencillos, la cirugía denominada técnicamente “artroplastia total de cadera” es una cirugía para reemplazar la articulación de la cadera dañada con una articulación artificial. Durante la operación, las manos experimentadas del equipo quirúrgico retiran la “bola” y la “cavidad” de la cadera que están desgastadas o rotas, y las sustituye por una prótesis nueva de metal, plástico y/o cerámica.

El hueso —que suele pensarse como estructura inerte— es, en realidad, un órgano vivo y comunicante, en permanente diálogo con los sistemas circulatorio, endocrino, inmunológico y nervioso. En su interior se mezclan señales mecánicas y bioquímicas que regulan la regeneración, la fuerza y la adaptación. Cuando la artrosis de cadera aparece, no lo hace como un fallo aislado, sino como una desincronización sistémica: entre degeneración y reparación, inflamación y regeneración, movimiento y reposo.

A este proceso biológico se suman factores de fragilidad y exposición acumulada: envejecimiento, obesidad, inflamación de bajo grado, desnutrición, deficiencia de vitamina D, sedentarismo o sobreuso mecánico. Y en el extremo agudo, las caídas y traumatismos, que rompen no solo el hueso sino también la continuidad biográfica de la persona: lo que hasta ayer era autonomía se convierte, de un momento a otro, en dependencia.

Cuando el dolor ya no se quita con ejercicio, medicamentos o fisioterapia, o cuando una fractura irrumpe, la medicina ofrece una salida definitiva conocida como “reemplazo de cadera”. Desde la lógica médica, se trata de un acto reparador, un triunfo de la técnica sobre la degeneración. Desde la lógica de la complejidad, en cambio, es un punto de inflexión entre sistemas: el cuerpo biológico, el equipo médico, la institución hospitalaria y el entorno social -familiares, cuidadores y comunidad- convergen en un evento de altísima interdependencia.

El ingreso al quirófano depende de condiciones que trascienden la anatomía. Requiere estabilidad metabólica, cardiovascular y ausencia de infecciones por parte del paciente, pero también infraestructura disponible, tiempo de espera, insumos quirúrgicos y cobertura económica. No todos los cuerpos ni todos los contextos llegan al mismo umbral de oportunidad.

Durante la cirugía, la precisión técnica y la coordinación del equipo sostienen una coreografía de control, donde cada actor —cirujano, asistentes, anestesiólogo y personal de enfermería— mantiene un equilibrio frágil entre riesgo y seguridad. En realidad, la artroplastia total de cadera es una de las cirugías más seguras y con mejores resultados funcionales de la medicina moderna: las complicaciones son poco frecuentes, en su mayoría tratables, y solo un número muy reducido de casos deja secuelas permanentes. Sin embargo, este orden es temporal. Una vez cerrada la herida, el sistema se abre de nuevo a la incertidumbre: la vida retoma su curso, y con ella regresan las variables que la técnica no puede controlar.

En la medicina moderna, el tratamiento completo suele entenderse como el recorrido que va desde la cirugía hasta la rehabilitación hospitalaria. Es decir, un proceso cerrado, técnico y medible, evaluado por indicadores objetivos: control del dolor, movilidad, ausencia de infección, independencia para caminar.

En ese marco, el éxito quirúrgico se evalúa con criterios de eficacia técnica. Pero la efectividad real —la que interesa a la vida— ocurre fuera del hospital, donde los protocolos terminan y comienza la reconstrucción cotidiana.

Aun dentro de ese tratamiento formal, la paciente es un sistema activo. Su reserva fisiológica, su capacidad de adherencia y su motivación determinan el ritmo de la recuperación. Pero esa autonomía se sostiene en una red invisible: la familia, el entorno doméstico y el acompañamiento que hace posible la rehabilitación del movimiento perdido.

En la cirugía, el equipo médico concentra más del 80% de la influencia total del proceso: domina la técnica, coordina la logística y define el curso inmediato del tratamiento. El paciente participa como receptor activo, pero su margen de acción es limitado. Al concluir la intervención, el equilibrio comienza a desplazarse: el peso del equipo médico disminuye paulatinamente, la autonomía del paciente aumenta y el entorno familiar adquiere relevancia. En la fase de rehabilitación, la proporción se invierte: el cuerpo, la voluntad y el acompañamiento cotidiano determinan casi tanto como la pericia quirúrgica. En la vida diaria, esa tendencia se acentúa. El poder técnico inicial se reduce a una supervisión distante, mientras la red doméstica asume cerca de la mitad del esfuerzo total. La continuidad del cuidado ya no depende del bisturí, sino de los vínculos que sostienen la recuperación. Cada fase transforma la anterior: la cirugía inicia, la medicina acompaña y la vida —con su tiempo desigual— decide cuánto y cómo se reintegra el cuerpo. La rehabilitación no concluye cuando el paciente camina, sino cuando recupera sentido en su movimiento.

Hasta aquí hemos analizado tres capas —biológica, terapéutica y relacional—, pero falta una cuarta: la complejidad estructural, aquella que proviene del modo en que la sociedad organiza el acceso al cuidado.

En México, el tipo de institución proveedora, la forma de aseguramiento y el nivel socioeconómico condicionan radicalmente las trayectorias de atención y los desenlaces. Estas diferencias no solo afectan los tiempos de espera o la calidad del material implantado: alteran el curso biográfico de la recuperación. En un sistema público saturado, la demora puede transformar una artrosis moderada en una discapacidad permanente; en el ámbito privado, la cirugía puede programarse antes de la pérdida funcional significativa, pero a menudo implica un gasto catastrófico o un endeudamiento prolongado para la familia. Otra salida es el aseguramiento privado, pero sigue siendo minoritario —caro, poco accesible y limitado a menos del 2.5% de la población—, lo que deja a la mayoría dependiendo de la capacidad resolutiva del sistema público.

En México, una cirugía de este tipo puede tardar meses y llegar fácilmente al año en programarse; en varios países de la OCDE el mismo procedimiento se agenda en semanas. Esa diferencia no solo mide eficiencia: mide capacidad resolutiva y confianza social en el cuidado. Los países escandinavos, con una proporción de adultos mayores más del doble que la de México, realizan entre 200 y 300 reemplazos de cadera por cada 100 000 habitantes. En México, apenas se registran menos de diez. Incluso corrigiendo por envejecimiento, la capacidad resolutiva del sistema público es entre veinte y veintidós veces menor. No es sólo una diferencia demográfica es la expresión de un rezago estructural del cuidado.

En otras palabras, la biología de la enfermedad se socializa: la desigualdad redistribuye los riesgos, incluso cuando la técnica es la misma y el equipo médico también. Podemos visualizar el proceso de cuidado como una espiral de complejidad creciente, donde cada capa amplifica o mitiga los efectos de la anterior. El tránsito por estas capas no es lineal. Cada paciente —y cada sociedad— se mueve entre ellas con mayor o menor coherencia. Un sistema robusto busca acoplar las capas: que la biología reciba soporte técnico oportuno, que la cirugía se continúe con rehabilitación, y que la familia no cargue sola con el peso del cuidado.

El límite y el horizonte: más allá del tratamiento

Llegados a este punto, se hace evidente que el tratamiento completo no garantiza la reintegración total. La medicina puede sustituir una articulación, pero no puede, por sí sola, restituir el lugar del cuerpo en el mundo. La reintegración es un proceso abierto, donde convergen factores emocionales, sociales y simbólicos que desbordan el marco clínico.

Un paciente puede caminar sin dolor y, sin embargo, sentirse limitado, vulnerable o “incompleto”. Puede haber recuperado la función, pero no la confianza. Ahí se revela la frontera epistemológica de la medicina: curar no significa sanar.

La artroplastia total de cadera no es solo una intervención quirúrgica; es una metáfora de cómo la sociedad gestiona la fragilidad y distribuye la esperanza. Cada prótesis implantada condensa un entramado de biología, técnica, vínculo y estructura. Su éxito no se decide en el quirófano, sino en la coherencia entre sistemas: entre el cuerpo que busca adaptarse, el equipo que lo interviene, el entorno que lo sostiene y la sociedad que lo ampara o lo abandona. En última instancia, la complejidad del cuidado no reside en la enfermedad ni en la cirugía, sino en la capacidad de articular lo humano después del bisturí. Y esa reintegración, lejos de ser un desenlace, es un acto permanente de reconstrucción entre el cuerpo y el mundo.

Referencias recomendadas

  • OCDE. Panorama de la Salud 2023. París: Publicaciones de la OCDE. https://www.oecd.org/en/publications/2023/11/health-at-a-glance-2023_e04f8239.html
  • Mol Anmarie. The Logic of Care: Health and the Problem of Patient Choice. (La lógica del cuidado: salud y el problema de la elección del paciente) Routledge, 2008.
  • Nordic Arthroplasty Register Association (NARA). Informe Anual 2022. https://pmc.ncbi.nlm.nih.gov/articles/PMC8648399/

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

rlozano@facmed.unam.mx; rlozano@uw.edu; @DrRafaelLozano

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El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington. Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

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