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Opinión

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Will Smith y la libertad de expresión

Por todo el mundo se difundió la penosa escena que protagonizó el actor estadounidense Will Smith en la entrega de los premios Óscar el pasado domingo 27 de marzo y la cual ha abierto nuevamente el debate sobre los alcances de la libertad de expresión y su vinculación con las famosas y multicitadas palabras de provocación (fighting words) las cuales tienen por objetivo herir e incitar o provocar a una determinada reacción, normalmente violenta, de aquella persona o aquel grupo que las escucha por tratarse de un contenido que los ofende, molesta o choca.

Múltiples preguntas circulan alrededor de este evento tales como: a) si la libertad de expresión permite la burla, escarnio, sarcasmo o ironía como contenido esencial de la misma cuando nos referimos a otra persona; b) si la libertad de expresión con ese contenido asume el mismo estándar para personas públicas que para cualquier otra persona; c) si la libertad de expresión en realidad soporta un discurso que tenga por objeto propiciar reacciones en el auditorio incluso reacciones con cierta naturaleza violenta o incluso; d) si el discurso violento está soportado por la misma libertad de expresión.

Las preguntas anteriores han sido formuladas en múltiples casos alrededor del mundo que nos arrojan posibles interpretaciones para dar respuestas puntuales.

En principio, no hay un solo fallo judicial, interpretación, ley o estándar internacional que justifique o acepte la violencia como parte de la libertad de expresión.

De hecho, no sólo la violencia sino el discurso que incite a la violencia se entienden como discursos no protegidos de la libertad de expresión. De igual manera cabe destacar que los estándares internacionales en la materia nos explican que las personas públicas, a diferencia de las privadas, tienen un mayor grado de exposición a la libertad de expresión y por ende derechos como la vida privada, la propia imagen o el derecho al honor se ven disminuidos –no extinguidos- y por ello estas personas no articulan defensa a ellos cada vez que su nombre, imagen o actividades están en manos de la opinión pública.

En ese tenor, la burla o sátira de las personas públicas se encuentra enmarcada dentro de los discursos especialmente protegidos por la libertad de expresión. Es más, el discurso chocante, molesto, ofensivo o hiriente en el espacio público respecto personas públicas se encuentra soportado por nuestra consagrada libertad. Así, la Corte Suprema de los Estados Unidos en su famoso caso Snyder vs Felps ha referido que “dicha libertad puede ocasionar lágrimas, acciones o infligir grandes dosis de sufrimientos, pero debe protegerse el discurso, aunque cause mucho dolor”. De igual manera, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha soportado de manera adecuada la idea de que en el debate de lo público, la libertad de expresión soporta las calidades de discurso antes mencionadas. Por su parte nuestro máximo Tribunal incluso ha llegado a afirmar que “es precisamente en las expresiones que puedan ofender, chocar, perturbar, molestar, inquietar o disgustar donde la libertad de expresión resulta más valiosa”.

Es claro que la burla a una persona en público siempre tiene esa dosis de humillación, pero cuando se trata de personas públicas o con cierto grado de popularidad que adicionalmente han expuesto su vida privada de manera sistemática y constante a la opinión pública vale la pena preguntarnos si el reclamo a dicha expresión es el adecuado y más aún si el reclamo se manifiesta de la manera en la que se hizo.

Al menos, sabemos que desde los estándares internacionales de la libertad de expresión el discurso por parte del comediante se encuentra soportado por dicha libertad y la reacción completamente desproporcionada del actor no encuentra ningún cauce de justificación dentro de las sociedades democráticas.

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