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Opinión

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Velocidad, olvido y saber audiovisual

Hace unos días mi hijo Arnau (13 años), me mostró una aplicación que acelera la carga del teléfono celular. Le pregunté cosas como, por qué podría estar interesado en que la prótesis se cargue más rápido, seguramente vio en mis preguntas un cierto interés que, mal terminaba de plantearlas cuando ya me había instalado la aplicación. Esa misma tarde tuve un zoom con un grupo de ocho personas, comenté lo sucedido con Arnau, me pidieron el nombre de la aplicación y se la instalaron de inmediato. 

Las aplicaciones de carga rápida en los smartphones son dispositivos que “ayudan a dar un empujón a la batería de estos en su proceso de carga y descarga”, como dicen sus desarrolladores. Permiten monitorear el uso de la batería, su porcentaje de carga y el tiempo estimado de aguante. Se trata de una tecnología de carga rápida superior a la de los cargadores habituales, denominada Quick Charge y creada por Qualcomm en 2013. O sea que, Arnau tenía escasos tres años de edad en ese momento, cómo es que hasta ahora me entero que existe. Pregunto a mi círculo generacional cercano y nadie sabía de su existencia. Sin duda es el avance tecnológico, la aceleración del tiempo y la necesidad del avezado sector infantojuvenil de estar permanentemente conectado, lo que ha socializado su uso.

La siguiente novedad que veo en la habitación de Arnau son los fondos de pantalla movibles en su computadora, al igual que todos sus amigos. He observado cómo escriben, jugan y conversan con imágenes en movimiento en el monitor. Estos pequeños detalles son los que programan de forma inconsciente a las nuevas generaciones de screenagers en el saber audiovisual. ¿Qué me preocupa de este “saber”? Que los educa en la impaciencia, que los aleja de la lectura, que reduce su franja atencional hasta no ser capaces de escuchar una canción completa o ver una película en condiciones. Los desarrolladores tecnológicos trabajan bajo la premisa del cineasta John Carpenter: “Hagas lo que hagas, haz que se mueva”. La franja atencional de los screenagers es cada vez más reducida porque no están siendo formados en el consumo de bienes audiovisuales finitos. Me explico, el libro o audiolibro tienen un inicio y un fin, las canciones también, lo mismo que las películas y las series televisivas (sino se quedan sin presupuesto). Ellos están siendo formados, o formateados, por redes sociales donde no hay inicio ni final, el scroll down es infinito. Así son sus vidas, ya no importa de dónde vienen ni adónde van, lo importante es el trayecto. La mayoría ya no están siendo formados por las instituciones educativas y culturales del Estado, sino por las redes sociales del mercado. Mostré a Arnau imágenes de cuando los teléfonos en las calles funcionaban con monedas. Cuando el tiempo tenía fijación. Observó con asombro las filas de gente a la espera de que el hablante en turno gastara sus tres minutos, sin privacidad alguna y sin consideración también, porque había gandallas que depositaban otra moneda y seguían hablando. Se enteraba uno de todo, desde la búsqueda de empleo, avisos laborales, visitas a casa de los abuelos, préstamos de urgencia y declaraciones de amor. Después vinieron las tarjetas telefónicas de las cuales ya solo quedan los cascarones que hacían de cabinas en las banquetas en calidad de bienes mostrencos (aunque sí sepamos de quiénes son). Con los celulares vinieron las batería de niquel, litio y cadmio, duraban más de un día. Los cargábamos por las noches, después por las mañanas y si queríamos una carga rápida era cuestión de apagarlos en el proceso. Con los smartphones esto es imposible, las aplicaciones que se ejecutan en segundo plano, la conexión a la red, el bluetooth, el uso continuo durante la carga y otras funciones más relentizan la carga. Llegados a este punto, no deja de ser paradójico que cuando todas las invenciones técnicas de nuestro ecosistema digital parecen querer ayudarnos a ganar tiempo ¡es cuando más lo echamos en falta! La inmediatez coyuntural del scroll down terminó instalándonos en una cultura de la prisa.

Milán Kundera es uno de los escritores del siglo XX que reflexionó detenidamente acerca del precio que había que pagar por el placer del vértigo y la embriaguez de la velocidad. El precio era la pérdida de memoria. En su obra La lentitud, sostiene que el hombre que camina a toda velocidad debía detenerse un momento, o por lo menos relentizar su marcha, bajar la velocidad, si es que desea recordar algo. Y es que el vértigo, nos dice Joan Ferrés, no solo nos instala en el presente, sino que nos impide acceder al pasado, bloquea nuestra capacidad de recuerdo. Quizá por eso quienes intentan olvidar algo suelen refugiarse en la velocidad, el vértigo y la prisa. Incluso evitando el silencio y la compañía. Kundera observó una relación inversa entre velocidad y reflexión. Entre lentitud y memoria, velocidad y olvido. Donde el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; y el grado de velocidad inversamente proporcional a la intensidad del olvido. Si consideramos la relación inversa entre memoria y prisa, memoria y conciencia, veremos que la conciencia implica la activación de la memoria. Los griegos tenían razón, no se puede pensar desde la prisa.

Leer educa en la paciencia, ver imágenes en movimiento educa en la impaciencia. El entorno fast charger en que vivimos adormece los sentidos e instala las bases de un sistema creado para no aprender a pensar. En el sistema del saber audiovisual la realidad ya no es conceptualizada, sino representada. Si las nuevas generaciones de estudiantes como Arnau desconocen la abstracción, el conocimiento y la información acerca de un objeto o un elemento, estarán limitados por lo que ven. Mi tarea aquí es mostrarle las virtudes de la lentitud, la higiene del sueño, la regulación de la luz de las pantallas y de su reloj biológico. Por cierto, dejé una pregunta sobre su escritorio: ¿Una persona sin tiempo, es necesariamente una persona que no piensa? No quiero que la responda, quiero que la razone.   

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