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Sí al puente aéreo Kabul-Ciudad de México; sí al anuncio de Ebrard
Los talibanes no podían ser comunistas ni ángeles de rescate. No podían ser afganos comportándose de esa manera”. Lo escribe Fawzia Koofi, la primera vicepresidenta de la Asamblea Nacional de Afganistán entre 2005 y 2014, en su libro Cartas a mis hijas (Aguilar).
Koofi narra la llegada de los talibanes a Kabul en septiembre de 1995. “Ese día no había ido a la universidad, sino que me había quedado en casa estudiando”. Por la tarde acompañó a su hermana a comprar unos zapatos a un bazar, y el vendedor les dijo: “Señoritas, ya no podrán venir vestidas así mañana. Los talibanes estarán aquí, así que aprovechen y disfruten de su último día de placer en el mercado”. Koofi pensaba que se trataba de una broma.
La política afgana recuerda que los talibanes fueron apoyados por Estados Unidos, Arabia Saudita y Pakistán durante su lucha contra los soviéticos. Estos países tenían sus propios intereses creados y sus razones políticas para hacerlo. “Aunque su ayuda en nuestra lucha fue inicialmente bien recibida, estos combatientes muyahidines extranjeros (árabes, chechenos y paquistaníes) trajeron consigo una versión fundamentalista del islam, el wahabismo, que era nuevo para Afganistán”. En esos momentos, ella no veía gran diferencia entre los talibanes y los muyahidines. ”De niña había estado aterrada de estos últimos. Ahora, como estudiante universitaria, temía a los talibanes”.
Los wahhabis surgieron de Arabia Saudita y forman parte de una rama conservadora del islam sunita. Tras el desconocimiento que existía en Afganistán sobre el origen de los talibanes, muchos pensaban que se trataba de comunistas. ¿Cómo un grupo minoritario pudo haber derrotado al poderoso ejército rojo?, se pregunta Koofi. “¿Cómo unos simples estudiantes podrían vencer a semejantes hombres?”
Tal pareciera que la historia se repite. El pasado domingo el presidente de Afganistán Ashraf Ghani huyó del país tras el asedio talibán. En 1995 Ahmed Shah Masud, líder militar afgano, se retiró de Kabul tras el asedio de los talibanes, y el presidente Burhanuddin Rabbani fue derrocado. “Al menos era un gobierno, al menos había un tipo de orden”, escribe Fawzia Koofi y recuerda: “Estaba furiosa de que nuestros dirigentes se rindieran tan fácilmente”.
Los talibanes entraron a las instalaciones de la ONU para sacar y asesinar al expresidente Najibullah, quien gobernó entre 1986 y 1992. “De haber escapado con Masud, tal vez habría sobrevivido, pero su decisión de permanecer bajo la protección de la ONU le costó la vida”.
Los talibanes “colgaron su cuerpo en una glorieta muy transitada para que todos lo vieran durante tres días”.
Fawzia Koofi recuerda con furia que “en el nombre de Dios estos vándalos (los talibanes) destruían nuestra historia”. Se refiere en particular al saqueo de museos, donde destruyeron cientos de piezas, entre las que se encontraban estatuillas budistas, vasijas de tiempos de Alejandro Magno y reliquias del tiempo de los primeros reyes islámicos.
Los talibanes hicieron estallar los Budas de Bamiyan, antiguas estatuas de piedra que fueron consideradas como una de las maravillas del mundo.
Después, los talibanes “comenzaron a destruir nuestras mentes”, escribe Koofi. “Incendiaron las escuelas y las universidades. Quemaron libros y prohibieron la literatura”.
Las bodas en lugares públicos fueron prohibidas; los espacios lúdicos tuvieron que cerrar sus puertas.
La decisión que anunció el secretario de Exteriores Marcelo Ebrard sobre los eventuales asilos a mujeres y niñas afganas por parte del Gobierno de México es una buena noticia.
Una visión etnocéntrica de la cultura mexicana permanece incubada en el sentir del peatón: lo que es lejano y desconocido es inexistente. Resulta pueril la elaboración de chantajes tipo: “primero los mexicanos”.
La interacción global del siglo XXI permite desplegar la rigidez del mapamundi.
@faustopretelin