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Eduardo Lizalde, “el tigre” de voz estruendosa, en palabras de dos cercanos

Para Gonzalo Celorio, director de la AML, el bardo mexicano supo construirse una voz tan culta e intelectual como profundamente vital y sensual. Después de Octavio Paz, ha sido el más grande del siglo XX, reafirma el escritor Gerardo Laveaga.

Foto: Cortesía

“Sólo dos cosas quiero, amigos,/ una: morir,/ y dos: que nadie me recuerde/ sino por todo aquello que olvidé”. Es el poema “Epitafio” de Eduardo Lizalde, publicado en “El tigre en la casa” (1970), libro ganador del Premio Xavier Villaurrutia ese mismo año, hace más de medio siglo, pero con una frescura, un poder y una provocación que parecen de un tiempo todavía insuficiente para medir.

Eduardo Lizalde falleció este miércoles a los 93 años consagrado como una figura mayor de las letras mexicanas, un escritor formal y en toda forma que, sin embargo, no temió romper con los formalismos. Rescatamos un par de voces para evocar al apodado “El Tigre”, un hombre de voz estruendosa en todas sus dimensiones.

“¡No dan una, no dan una!”

“Era uno de los hombres más generosos que he conocido y uno de los poetas más geniales que he leído. Perdemos a la gran voz de la poesía mexicana, de una poesía no suave sino una que te obliga a reaccionar”, nos dice el escritor Gerardo Laveaga, quien fue secretario particular de Lizalde cuando este era director general de Publicaciones y Medios de la SEP.

“Siempre disfrazaba su generosidad y su bonhomía con un aparente mal humor. Su frase favorita era: ‘¡no dan una, no dan una!’. Su voz era estruendosa y hacía que toda la gente se asustara. ‘¡Está enojado, nos va a correr a todos!’. Varias veces me instruyó para que corriera gente. ‘¡Córrelo de inmediato!’. Nunca corrí a nadie, pero un día quise seguirle el juego. Me dijo: ‘a ver, llame a tal gente’, a quien me había instruido correr el día anterior. Le dije: ‘maestro, lo corrí, usted me dijo que lo corriera’. ‘¿Cómo que lo corrió? ¡No, Laveaga, no haya hecho eso!’”.

Eduardo Lizalde, incluso en esa dimensión laboral, extiende Laveaga, era un hombre muy humano, capaz de comprender las necesidades de los demás. “Se ponía muy rápido en los zapatos del otro. Siempre ayudaba a quien podía. Mis fricciones con él fueron justamente por eso, porque incluso ayudaba a gente que le era desleal”.

Su poesía, por otro lado, “era de una belleza deslumbrante, de una claridad que en tres o cuatro versos daba, retrataba, describió los sentimientos más profundos, los tuyos y los míos”.

No es la primera vez que Gerardo Laveaga lo dice: “después de Octavio Paz, Eduardo Lizalde ha sido el poeta más grande en lengua española del siglo XX. Ahí se podría discutir que si fue (Rubén) Bonifaz Nuño, que si fue Alí Chumacero o tal o cual. Lizalde siempre vio a Paz como su referente, ‘el poeta’, le decía; siempre lo vio como un maestro. Pero creo que después de él era Lizalde, aunque Paz no era un hombre generoso, era egoísta, mezquino, mientras que Lizalde era todo lo contrario”.

Culta y sensual

“La poesía es la más alta expresión de la lengua y don Eduardo Lizalde fue un gran exponente”, comparte, por su lado, el novelista, ensayista y editor Gonzalo Celorio, actual director de la Academia Mexicana de la Lengua (AML), misma de la que Lizalde formaba parte desde 2007.

Celorio cuenta que cuando Lizalde publicaba sus primeros poemas, junto con Enrique González Rojo y Marco Antonio Montes de Oca, hacia finales de los 40 iniciaron un breve movimiento llamado Poeticismo en el que trataban de rescatar “la univocidad” de la expresión poética y combatir “la vaguedad e imprecisión verbal y conceptual” de la poesía de su tiempo.

Sin embargo, relata Celorio, Lizalde no tardó en distanciarse de ese “lenguaje unívoco” y se encaminó hacia una profunda ironía y a un lenguaje aparentemente coloquial que gestó una poesía “tan culta e intelectual como profundamente vital y sensual”.

Lizalde es un poeta de voz profunda, perfila el académico, “y cuando digo de voz profunda me estoy refiriendo no nada más a su hondura poética sino también a su expresión verbal, porque tenía una voz verdaderamente portentosa donde la poesía dicha por él mismo cobraba otra dimensión”.

El apodado como “El Tigre” entró tardíamente a la Academia Mexicana de la Lengua (AML), reconoce, y antes de él había una deuda con los poetas. “Tenía participaciones muy destacadas. Recuerdo que cuando le tocaban las lecturas estatutarias, nunca leía; decía de viva voz conferencias verdaderamente magistrales sin necesidad de ningún apunte, con un gran conocimiento del tema del que hablaba”.

Un género tautológico

Eduardo Lizalde constantemente se lamentaba por la falta de un acceso más amplio a la poesía, cuyos lectores asiduos, con frecuencia y por desgracia, siguen siendo los poetas.

“Es un género tautológico, como se quejaba Eduardo. Y creo que ese es un problema no de carácter cultural cuanto de carácter educativo. Falta una formación literaria más consistente desde los primeros años de la educación para poder valorar la joya de la corona, porque nadie duda que la poesía es la expresión más alta de la lengua”, concluye Celorio para continuar con la desazón del perecido. 

Algunos versos de Lizalde:

“Hay un tigre en la casa

que desgarra por dentro al que lo mira.

Y sólo tiene zarpas para el que lo espía

y sólo puede herir por dentro”.

*** ***

“La luz

no muere sola

arrastra en su desastre

todo lo que ilumina.

Así el amor”.

*** ***

“Ven, cosa, yo te diré tu nombre”.

*** ***

Para acercarse a la obra del poeta:

“Cada cosa es babel” (1966)

“El tigre en la casa” (1970)

“La zorra enferma” (1974)

“Tabernarios y eróticos” (1988)

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