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De vacaciones: la literatura de viaje de Heródoto a Paul Bowles

Contar lo que sucede lejos, contar las historias de la tierra en la que naciste, viajar es una forma de narrar.

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OpiniónEl Economista

Concepción Moreno

Confieso que no soy una gran viajera. Todo hay que decirlo: me dan miedo los aviones y aunque sí vuelo, lo hago cuando es muy necesario. Mi gran pesadilla es estar en un avión que se va a estrellar. Sí, ya sé que la estadística dicta que es más probable tener un accidente en tierra que volando. El asunto es que si se cae el avión voy a sentir más feo. Soy más terrestre, y ahí donde un camión pueda llevarme he ido, sí.

Entonces lo que no he viajado lo he recorrido en páginas y páginas. Alguna vez un amigo me dijo que aunque él nunca había ido a París, fue capaz de hacer una guía de viaje para su hermano que viajaba a la Ciudad Luz. El truco: mi amigo conoce bien la obra de Balzac. Sin moverse de la biblioteca, conocía de las rues, distritos y plazas parisinas que con tanto amor y mala leche describió la pluma balzaciana.

Viajo, pues, leyendo. Este 2026 me he prometido perderles el miedo a los aviones, pero aunque ande en terra incógnita llevaré un libro conmigo.

Pero no cualquier libro me hace viajar. Soy una gran aficionada a la literatura de viaje, uno de los géneros más antiguos. Los egregios griegos Heródoto y Tucídides inventaron la historia, también inventaron el chisme por escrito y el acto mirón de hacer turismo. Heródoto en particular exageraba para efectos dramáticos pero también tenía una sana (y científica) curiosidad por lo que observaba en las gentes (pues visitó a diversos pueblos, cada uno con gente diversa) en partes del mundo que sus paisanos contemporáneos hallaban raras y ponderaban de tierras bárbaras y sin cultura. Heródoto inició el ánimo cosmopolita de su tiempo.

Otro viajero de fábula fue el romano Pausanias, nacido cerca de Grecia a principios de nuestra era. Pausanias, inspirado por Heródoto, viajó por toda Grecia y los dominios de Roma en tierra helénica. Para Pausanias el viaje tenía que tener fin, no se tratabs de moverse en el espacio sin tener un objetivo útil. En Pausanias conocemos al primer sociólogo: viajar para entender a las personas y encontrar en ellas reglas y patrones que sirvan para obtener una ley general de las sociedades.

Escribió el filósofo y crítico Walter Benjamin (otro mirón) que hay dos arquetipos del narrador: el que viaja a tierras lejanas y regresa a casa con las historias de fuera, o el que se queda y recoge la mitología, costumbres y tradiciones del terruño. El hobbit Bilbo Bolsón fue de los primeros. Su sobrino Frodo quería ser de los segundos y la vida lo convirtió en un viajero improbable. Tolkien escribió El señor de los anillos pensando en sus paisanos ingleses: los comunes que vivían felizmente en su isla y los que, con hambre de épica, recorrían las colonias, el gran Imperio Británico que invitaba a la grandilocuencia. Dos tipos de contadores de cuentos.

Cuando yo era niña sí soñaba con viajar a sitios cada vez más lejanos: temía menos, me arrojaba más. Eso era gracias a unos libritos que mi papá llevaba a la casa, una colección de literatura de viaje editada por Plaza y Janés. Mis hermanos y yo los devoramos. Mi favorito fue África de Cairo a Cabo, del periodista español Enrique Meneses. Siendo veinteañero, Meneses y un amigo se aventaron a recorrer todo el continente negro sin nada más que su mochila y su locura juvenil. Esto fue décadas antes de que andar de mochileros fuera experiencia común para los universitarios del mundo. Meneses comió rarezas, tuvo sexo en lugares extraños, se enfermó, fue perseguido por la policía y anduvo por carreteras en las que el camino eran apenas dos franjas paralelas de pavimento sobre las que pasaban las ruedas de los carros: dos llantas en cada franja. Había mucha seducción en ese viaje y qué ganas de hacer lo mismo.

Mi experiencia con la literatura de viaje volvió a enamorarme cuando en el súper (he encontrado verdaderas joyas literarias en los botaderos del súper) me topé con Crónicas de un nómada de Paul Bowles. En la portada Bowles se parece a David Bowie, dos artistas de la vida ambos.

Bowles era un tipo hambriento de experiencias excéntricas al que la aventura le cayó al dedillo. Aspirante a músico de sala, Bowles tomó el trasatlántico desde Nueva York. Consideraba que viajar a Europa era formación necesaria para un artista joven. Ese viaje nunca acabó. Pasó por muchas esquinas del mundo, escribiendo cada vez mejor –el sueño de la música un tanto abandonado–, un trovador perfecto. Al final Bowles se instaló en Marruecos a donde varios notables culturales hacían peregrinación para ver este prodigio del hombre de muchas vidas. Bowles toleraba las visitas mientras dictaba clases de literatura y consumía hachís. El escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, alumno de Bowles, albacea del legado intelectual de su maestro, cuenta que Bowles también era muy desconfiado, cualidad rara en un viajero perpetuo. Moverse significa aprender la distancia.

Con Bowles aprendí nombres de lugares que todavía provocan a mi imaginación: Ceylán, Tánger, Madeira. Comer, beber y no rezar. Adorar a Hermes, el dios del viaje y las bromas (como si pasear fuera ambas cosas), pensarse ajeno y local al mismo tiempo.

No entiendo a los “viajeros” que van a encerrarse al all-inclusive de un hotel. Por más estrellas hoteleras que tenga el sitio, eso de tumbarse y beber caipirinhas rebajadas me parece un desperdicio. Como escribió David Foster Wallace en su crónica más famosa, es algo supuestamente divertido que no volveré a hacer. Foster Wallace se refiere a los cruceros, esos focos de infección en la altamar. Qué horror ser un huevón en tierra ajena. Para echar flojera me quedo en casa.

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