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Opinión

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Ninguna carta para Quetzalcóatl

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Foto EE: Especial

Cecilia Kühne

Llegó la época de los cascabeles, las campanitas y el olor a pino, también la de cierta melcocha que permea las palabras, las acciones compasivas y los regalitos. Nunca como en diciembre, uno se pone a pensar tan seriamente en los vicios y virtudes propias y ajenas frente a los aparadores de las tiendas o las pantallas de los cajeros y las compras en línea, y muchos afirmarían que los bienes materiales nada tienen que ver con esta época piadosa y desprendida, que lo que más importa es lo de adentro y no hay que olvidar que a Jesús lo llamaban el Rey Pobre.

Sin embargo, lector querido, puede haber llegado el momento de cuestionar la existencia de ese enorme, escandaloso y rubicundo personaje que, carcajeándose y vestido de rojo, invade los hogares para llevar regalos a los niños. De rechazarlo por su condición de símbolo de la mercadotecnia gringa, ajeno a nuestra raza, indiferente de las tradiciones de los pueblos originarios y muy lejano a la austeridad republicana.

A pesar de que Santa Claus también es un santo, fue obispo de Mira en el siglo VI, hoy es patrono de Rusia, Grecia y Turquía, se le llama indistintamente San Nicolás de Bari o San Nicolás de Mira, todavía resulta ajeno y algo chocante. No importa que le atribuyan milagros admirables al rezarle, ni que el santoral afirme que, a pesar de provenir de una familia pudiente, desde sus primeros años rehusaba golosinas, diversiones y paseos para ir a misa. Tampoco, saber que se ordenó sacerdote muy joven y que al morir sus padres quedó heredero de una inmensa fortuna y, tocado de generosidad, repartió sus riquezas entre los pobres y se fue de monje a un monasterio.

Será porque cuando comenzaron sus representaciones gráficas aparecía siempre rodeado de niños, pero ilustrando una historia terrorífica: cuando un criminal asesinó a cuchillo a varios infantes para hacer salchichas y Nicolás, al interceder por ellos, los resucitó, garantizándoles bienestar y prosperidad instantánea. Estará usted de acuerdo, en que aquella hazaña tuvo final feliz, Papá Noel / Santa Claus, no resultaba apto para recibir las cartas y las peticiones de los niños. Todavía peor cuando la comercialización de su figura se convirtió en la marca más redituable de las celebraciones navideñas infantiles y la imagen del más insano refresco de cola.

Sepa usted, lector querido, que tal rechazo no es nuevo. Nuestra historia atestigua que, alguna vez, a nivel gubernamental, México intentó hacer algo al respecto. En 1930, el presidente Pascual Ortiz Rubio, nacionalista a ultranza, giró instrucciones y publicó un decreto para que en las escuelas del país se difundiera una nueva imagen, como icono de las Navidades mexicanas y convocó a un magno evento para el 23 de diciembre. La convocatoria invitaba a toda la población a reunirse en el antiguo Estadio Nacional porque Quetzalcóatl en persona repartiría juguetes a los niños que se hubieran portado bien.

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Pirámide de Quetzalcóatl en el Estadio Nacional.Foto EE: Especial

Fue un escándalo. La prensa reportó que muchos se preguntaban si los regalos serían repartidos por una serpiente emplumada y por qué un dios pagano celebraría junto con los niños el nacimiento de Cristo.

“La sociedad se opuso por completo a la disposición oficial —cuenta Alejandro Rosas en su libro México Bizarro— no por defender al antipático Santa Claus, sino porque la Navidad era una celebración católica”. Sin embargo, hubo otros, como Rubén M. Campos que defendieron la idea y escribió en El Universal: “En estos días se ha desencadenado una tempestad en un vaso de agua por la idea lanzada a todos los vientos por el señor presidente de que se sustituya al viejo Santa Claus por el simbólico Quetzalcóatl. Hay quienes tildan la idea de antirreligiosa o de chocarrera; y ninguno ha justipreciado la idea patriótica de lanzar uno de nuestros más queridos y gloriosos mitos a la veneración y a la popularidad.”

Cuenta la revista México Desconocido que, en el debate, unos y otros se cuestionaban a favor y en contra. Cita a la doctora en Historia del Arte, Itzel Rodríguez Mortellano, cuando en su conferencia ‘El renacimiento posrevolucionario de Quetzalcóatl’, en el XXV Coloquio Internacional de Historia del Arte, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, dijo que “cómo podrían “sentirse identificados los niños mexicanos con un anciano vestido de pieles, señor de un trineo que se desliza sobre la nieve, de claro tipo ‘sajón o ruso’ e ‘inmune al hollín de las chimeneas’” en un país “‘donde sólo existe la nieve en las neverías, donde los hombres visten telas delgadas y caminan a bordo de caballos, automóviles o ferrocarriles, pero jamás en trineos’”.

Finalmente, el decreto de Ortiz Rubio fracasó, pero el magno evento no. El 23 de diciembre de 1930, en el Estadio Nacional, se celebró el primer y último festival en el que Quetzalcóatl recibió a los niños con ropa y juguetes. Los registros oficiales reportaron la asistencia de 15 mil personas. Se cantó el Himno Nacional, se presentaron bailes tradicionales, hubo piñata, dulces típicos y gran algarabía por el evento. Sin embargo, al que decía ser Quetzalcóatl, nadie le creyó su disfraz de serpiente emplumada y ningún niño le entregó una carta.

Estudió Letras Hispánicas en la UNAM, es especialista en historia y literatura mexicana del siglo XIX. Comenzó escribiendo sobre temas culturales en El Economista y no ha abandonado el periodismo ni las letras desde entonces. Actual­men­te trabaja en el IMER haciendo guiones e inventando y transmitiendo contenidos.

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