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El origen femíneo de la Inteligencia Artificial

La máquina de pensar
Uno de los libros más apasionantes que he leído en los últimos años es El selfie de Galileo, software social, político e intelectual del siglo XXI (Península, 2015), del catedrático Carlos Elías, especialista en periodismo científico de la Universidad Carlos III de Madrid. En uno de los capítulos, denominado “La civilización de los algoritmos”, relata la apasionante aportación a este campo de la joven Ada Lovelace en la primera mitad del siglo XIX. Hija del excéntrico poeta Lord Byron, fue insistentemente obligada por su madre a estudiar matemáticas, con el propósito de alejarla lo más posible del ambiente y la vena bohemia del padre.
Sin embargo, destacada como era en las matemáticas, llevó a cabo una fusión maravillosa entre los números y las letras al titular su invento como la “Máquina de pensar”. Escribió un plan para que dicha máquina calculara los complicados y cautivadores números de Bernoulli (Una sucesión de números racionales conectados en teoría de números, así llamados por Abraham de Moivre, en honor a Jacob Bernoulli, el primero en estudiarlos). El plan de la joven Lovelace es considerado el primer programa informático de la historia.
Después vinieron otros como el del matemático inglés Charles Babbage, quien retomó las ideas de Lovelace en su “Máquina analítica”, la cual no levantó ni atención ni financiamiento. El siguiente fue el matemático estadounidense Howard Aiken, quien, con la evolución de la ingeniería eléctrica, el apoyo financiero de IBM y el contexto de la guerra, sacó adelante la idea en 1939. Años más tarde sería presentada y utilizada en Harvard, bajo el nombre de Harvard Mark I, pero el artefacto aún necesitaba un modo de pensar, que la enseñaran a pensar, tarea que abrazó otra mujer, Grace Hooper, licenciada en física y matemáticas por la Universidad de Yale, considerada la primera programadora de esta histórica máquina.
Injustamente, su contribución al desarrollo de esta, como a la programación informática habían sido borrados de las cédulas informativas de la universidad, pero en 2014 se hizo justicia en medio de un emotivo evento en el que, de paso, se echó a andar por unos segundos la Harvard Mark I. Lo que Ada y Grace hicieron para que la máquina de pensar calculara, como bien señala Carlos Elías, fue en realidad un algoritmo matemático. Algo más importante que los lenguajes de programación y que las máquinas mismas.
Dato relevante en esta historia es que, en aquella época el hardware era lo que se consideraba importante, y, por ende, un trabajo delegado a los hombres. En cambio, el software, el programa informático que hace que las máquinas funcionen, era considerado un trabajo menor, que se delegaba a las mujeres. Era tal esta visión que, el software no solía ser patentado. La apasionante historia del ingreso femenino a la programación informática se puede ver en los trabajos de Jean Jennings Bartik y en el libro Los innovadores de Walter Isaccson.
La máquina de Turing
Definida como un modelo computacional capaz de realizar una lectoescritura de manera automática, es reconocida como el primer modelo teórico sobre las computadoras, así como una base importante en el desarrollo de las ciencias de la computación y en la teoría de la complejidad. Alan Turing sentó en ella las bases de los principios de la programación binaria electromecánica (véase El código enigma). Su contribución fue determinante en el desarrollo de las tecnologías actuales. Un genio de la biología y las matemáticas al que recordamos, quizá sin saberlo, al encender una computadora Apple. Un símbolo mundial que rinde homenaje a tan inmerecido trato y final de su carrera.
En adelante la historia nos ha demostrado que los procesos de desarrollo tecnológico basado en este tipo de creaciones a menudo pasan de la innovación a la seguridad, y de esta a la sociedad de riesgo, según la Propedéutica Aproximativa de Rosa María Rodríguez.
Es verdad que el desarrollo tecnológico es cada vez más democrático y accesible, pero solo a condición de aceptar que plantea más problemas en el terreno de la ciberseguridad, donde ni los gobiernos ni las empresas resisten la tentación de manipular datos, realizar espionaje y acumular ganancias de forma extractiva, respectivamente. De ahí la necesidad de desarrollar marcos normativos que garanticen una conexión humana con la tecnología, sobre la base de la ética, la educación, el derecho y la transparencia.
La máquina de ser feliz
Las aportaciones intelectuales de Ada Lovelace y Grace Hooper nunca tuvieron como propósito extraer la creatividad de los usuarios. Jamás pensaron en perfilarlos, en términos de Mattelart, o en extraerles la data con fines comerciales. Tirando de la vena poética paterna de la joven Lovelace, me atrevo a llevar su contribución científica a la algorética. Hacia una ética capaz de ser entendida por la IA que producen las máquinas.
Hacia la Máquina de ser feliz creada por Charly García en 2017, la cual describe como “plateada y lunar, remotamente digital: no tiene que hacer bien, no tiene que hacer mal, es inocencia artificial”. Una suerte de humanware donde las decisiones, la determinación consciente de las personas y la interacción humana no binaria, serían el componente humano del desarrollo tecnológico.