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Arte e Ideas

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Pasear por La Alameda

Hoy las entradas de La Alameda nos invitan a pasar y a pasear. Antes quizá saber algo de su historia.

¿Pasear por ahí? ¿Y los maleantes, los prados destruidos, las entradas tapiadas por basura orgánica, inorgánica y fisiológica? Mejor ni pasar por ahí. Para el desánimo el proverbio chino que dice no puedes evitar que el pájaro de la tristeza vuele sobre tu cabeza, pero sí puedes evitar que anide en tu cabellera . Todo fuera como eso, pensábamos. Más se perdió en la guerra. Si habíamos perdido La Alameda para siempre nos resignaríamos.

Pero resultó que no. Hoy las entradas de la Alameda nos invitan a pasar y a pasear. Antes quizá saber algo de su historia.

La Alameda Central tiene como creador al Virrey Luis de Velasco que a principios de 1592 decidió dar a los pobladores de la capital de la Nueva España un lugar para salida y recreación de los vecinos y fijó el emplazamiento. Al principio, se mandaron sembrar olmos blancos y negros, traídos de la villa de Coyoacán y había una entrada única por la Plaza de Santa Isabel.

Poco a poco, la Alameda se convirtió en un lugar de reunión y cortejo. Un tema insuperable para visitantes y cronistas. Fue en el siglo XVII cuando se aparece la primera crónica sobre ella, del fraile inglés Tomas Gagen quien en 1625 escribe: Los galanes de la ciudad se van a divertir todos los días, sobre las 4 de la tarde, unos a caballo y otros en coche, a un paseo delicioso que llaman La Alameda, donde hay muchas calles de árboles que no penetran los rayos del sol. Se ven ordinariamente cerca de 2,000 coches con hidalgos, damas y de gente rica .

Pasó el tiempo. La Alameda sufrió guerras, inundaciones, descuidos y reconstrucciones. Los antiguos álamos fueron sustituidos por fresnos; tuvo ocho calzadas, un número igual de prados y jardines, estatuas, monumentos y fuentes nuevas.

El año en que México comenzó la lucha de Independencia, La Alameda fue un tema recurrente para cronistas, periodistas, escritores, historiadores y público.

En el libro La vida en México en 1810 leemos: Y qué diversidad de formas y de cortes, de colores y matices, de calzados y sombreros presentaban todos aquellos tipos el año de 1810. Era aquello un guardarropa de vetustos trajes del pasado con flamantes vestidos del presente.

Las modas anteriores a la Revolución Francesa se daban la mano con las últimas modas de principios del siglo. La miseria y la ostentación de léperos y nobles, la sencilla indumentaria de indios aborígenes y de petimetres afrancesados, se codeaban en las calles, en las plazas, en los templos. Ahora eran de verse, en señoras y señoritas, los túnicos negros de seda, guarnecidas de terciopelo o de blondas de Francia, de listones de raso angosto o de blondas inglesas y anchas.

En señores y señoritos las camisas de Irlanda y de estopilla lisa; las levitas negras de paño en primavera, con alamares; las casacas negras o azules, con botones amarillos; los chalecos de cotonía de rayas moradas o blancos y lisos; los pantalones azules, las medias inglesas de hilo o las francesas de seda .

Gabriel Ferry, nacido en Grenoble, Francia, en 1809, llegó hasta México y en su libro Escenas de la vida mexicana en 1825 cuenta: La Alameda de México forma un cuadrilongo cercado de un muro. En cada uno de sus ángulos hay una verja de hierro para el paso de los coches, los jinetes y los peones. Las carrozas doradas del país se cruzan incesantemente con los coches europeos, y los ricos arneses de los caballos mexicanos destacan con todo su brillo al lado de la modesta silla inglesa.

Detrás de las portezuelas cuyos cristales se mantienen siempre medio cerrados, se descubren sus hermosas diademas de cabello negro, cuyo brillo sedoso hace destacar algunas flores naturales, mientras que el extranjero contempla extasiado su sonrisa seductora y sus inimitables gestos, en los cuales la viveza se une tan graciosamente a la negligencia .

Aquello fue siglos atrás. Hoy se escribirán otras crónicas e historias. Tenemos la oportunidad de abandonar el vicio de creer que todo tiempo pasado fue mejor.

ckuhne@eleconomista.mx

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