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Crecimiento o simulación: México rumbo al 2026
Parte I: Sin crecimiento no hay desarrollo (aunque lo disfracen de humanismo)
Eduardo López Chávez | Columna invitada
"Repartir pobreza no es humanismo; es renunciar a crecer". — Macraf
Una de las trampas más eficaces —y más útiles para la política— en el debate económico mexicano es minimizar la importancia del crecimiento. Se repite con insistencia que el PIB “no lo es todo”, que no mide desigualdad y que no refleja bienestar. Todo eso es cierto. Lo que resulta profundamente engañoso es usar esa afirmación como pretexto para justificar un modelo que, en los hechos, renuncia al crecimiento y pretende sustituirlo con narrativa social. Y lo más delicado es que esta renuncia no es una discusión académica: es un problema que México se lleva cargando rumbo a 2026, con márgenes cada vez más estrechos.
El PIB no mide justicia social, pero sí mide algo elemental: la producción de bienes y servicios dentro de una economía. Y eso no es una abstracción tecnocrática; es la comida que llega a la mesa, el transporte que mueve mercancías, la energía que permite producir, la vivienda disponible, la educación y la salud que pueden pagarse, y el empleo que sostiene a una familia. Al final del día, el desarrollo económico —esa idea tan citada y tan mal entendida— no es otra cosa que mejorar la calidad de vida. Y esa calidad de vida se expresa, primero, en la capacidad de acceder a más bienes y servicios, mejores y de mejor calidad. Si el país no produce suficiente y no eleva productividad, esa mejora es imposible. Se puede repartir ingreso un tiempo, sí, pero no se puede repartir lo que no existe de manera sostenida.
Por eso el argumento de “el PIB no mide desigualdad” es correcto… pero incompleto. El PIB no lo explica todo, pero sin PIB creciendo no hay nada que explicar. Sin crecimiento no hay inversión; sin inversión no hay productividad; sin productividad no hay empleos formales; sin empleos formales no hay ingresos estables; y sin ingresos estables, cualquier “bienestar” termina siendo frágil, dependiente y, sobre todo, políticamente administrable. Así se construye la ilusión del “humanismo mexicano”: no elevando capacidades, sino administrando carencias.
Los datos que llegan desde la Encuesta sobre las Expectativas de los Especialistas del Banco de México son un recordatorio incómodo. El crecimiento esperado para 2025 ronda 0.4%, y las revisiones que ha tenido son a la baja. Para 2026, el panorama no se vuelve brillante y el horizonte de crecimiento promedio de largo plazo se mantiene alrededor de 1.8%. Ese nivel, para una economía como la mexicana, es prácticamente una condena al “ya merito”: no alcanza para generar el empleo formal que se requiere, no alcanza para reducir informalidad de manera significativa y no alcanza para que el ingreso real mejore con consistencia. Dicho en términos simples: llegamos al cierre de 2025 con una economía que camina lento y entra a 2026 con el mismo lastre.
A esto se suma otro punto clave: el consumo privado, que durante años se sostuvo como el gran motor visible, empieza a dar señales de desgaste. El Indicador Oportuno del Consumo Privado muestra un enfriamiento: crecimientos más moderados y señales de pérdida de impulso. Y esto importa porque, cuando el consumo se debilita y la inversión no despega, lo que queda es una economía que flota por inercia. Y la inercia, para 2026, no alcanza.
Aquí aparece el gran problema del “humanismo mexicano” entendido como transferencias. Las transferencias pueden aliviar una carencia puntual, pero no construyen productividad ni competitividad. No arreglan el entorno para invertir, no mejoran infraestructura productiva, no elevan la calidad regulatoria, no fortalecen instituciones, no generan innovación. Y cuando se convierten en el eje del modelo, sustituyen el objetivo real —producir más y mejor— por el objetivo político: sostener consumo mínimo y lealtad máxima.
La CEPAL, por su parte, ha sido clara en su balance regional: América Latina enfrenta un periodo prolongado de bajo crecimiento y el motor del consumo se está agotando. México, lejos de desmarcarse con una estrategia de inversión y productividad, llega a 2026 con un reto doble: crecer más y, al mismo tiempo, dejar de confundir gasto social con desarrollo económico. Reducir desigualdad es indispensable, sí, pero hacerlo sin crecimiento sostenido es como querer repartir agua en un pueblo sin pozos: tarde o temprano, la cubeta se vacía.
Por eso, cerrar el año discutiendo crecimiento no es capricho. Es entender que 2026 será un año de definición: o se reconstruyen condiciones para invertir, producir y elevar productividad, o se seguirá administrando una economía lenta con discursos rápidos. Y cuando el discurso es lo único que crece, la realidad termina cobrando intereses.
De esta forma, seguimos viviendo entre cifras que brillan… y bolsillos que no alcanzan.
* El autor es académico de la Escuela de Gobierno y Economía y de la Escuela de Comunicación de la Universidad Panamericana, consultor experto en temas económicos, financieros y de gobierno, director general y fundador del sitio El Comentario del Día y conductor titular del programa de análisis: Voces Universitarias.