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Arte e Ideas

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Hablar como en testamento

El altar de muertos es una parte fundamental del ritual del duelo y la memoria, un motivo de color que bien puede ser la alegría del hogar.

El Día de Muertos no puede ser ni excusa ni pretexto. Ni tampoco un pavoroso escondite para el cliché. Para decir lo mismo de siempre. Si es posible, por lo menos en esta columna, podría evitarse tocar el tema de José Guadalupe Posada, su Catrina misteriosa (ya la dejaron en los huesos por buscarle cara, nombre y apellido). Es cierto que existe la belleza del Día de Muertos en Janitzio, la hermosura de las flores y las velas, los aromas y el papel picado. Pero, a estas alturas y en estas circunstancias de cifras alarmantes y camposantos llenos, hasta da vergüenza hablar del sentido del humor del mexicano. Ése que hace calaveritas de azúcar y se ríe de la muerte ( ¿me están oyendo, inútiles? ).

Podemos hablar, quizá, de los orígenes de la celebración del Día de Muertos en México, que pueden ser trazados hasta la época prehispánica y en los que nada tienen que ver las brujas en escoba, los fantasmas que parecen sábanas viejas, las calabazas que no son en tacha o el ir a pedir jalogüin (¿acaso todos nacieron en Wyoming?). La fiesta, originalmente, responde a una larga tradición de fe en la Iglesia Católica: orar por aquellos fieles que han acabado su vida terrena y que se encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio. Una vez pintada de sincretismo y de la más rancia tradición nacional, el Día de Muertos en México tuvo sus propias mecánica y costumbres. De huesos, pluma y mortaja, se construyeron los ritos. Los altares, como homenaje respetuoso a la memoria de los muertos; las ofrendas para agasajar a sus espíritus, un obsequio para la breve visita de los que regresan en este día. Un sitio donde es mejor que no falten los cuatro elementos: la tierra, representada por los frutos, porque alimentan a las ánimas; el papel picado que por su fragilidad y porque se mueve, es como el viento; el agua, para que los espíritus calmen su sed después del largo camino, y el fuego, con una vela que simbolice a cada alma que se recuerda y otra más, par todas las almas que hemos olvidado. (Ya si somos fanáticos de la disciplina y el detalle, no olvidar sal, que purifica; el copal, para que las almas se guíen por el olfato, y la flor de cempasúchil, que colocada de la puerta de la casa hasta el altar indica, muy anaranjado, el camino correcto).

Todo, de pronto y así dicho, podría parecer pagano, pero hasta el catecismo de la Iglesia Católica asegura que los que mueren en gracia de Dios -aunque no perfectamente purificados- pasan por un proceso de limpieza después de la muerte y así obtienen la completa hermosura de su alma y su perfecto acomodo. Para contribuir a tal tarea y al espíritu, estos primeros días de noviembre habrá que poner altar de muertos. Es una parte fundamental del ritual del duelo y la memoria, un motivo de color que bien puede ser la alegría del hogar y, por si las dudas, también un recordatorio, una llamada de atención: no todo se acaba con la muerte. Hay responsabilidades previas al día fatal. Y otras posteriores.

Habrá que dejar muy claro que celebrar a los muertos no quiere decir que olvidemos a los vivos Es triste, pero real, prepararse para la muerte-propia y ajena- no es sólo preparar el alma. También darle gusto al espíritu con una decente fiesta y adecuado descanso, todo fuera como eso. Y, también, como dijo Gracián: hablar como en testamento, que a menos palabras, menos pleitos.

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