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Miguel Ángel Mancera: un desastre políticamente correcto
Se aproxima el final de la administración de Miguel Ángel Mancera en la Ciudad de México y puede ser que también el final de su carrera política.

Foto: Reuters
Se aproxima el final de la administración de Miguel Ángel Mancera en la Ciudad de México y puede ser que también el final de su carrera política.
Hoy, el jefe de gobierno capitalino cuenta con la aprobación de sólo un tercio de los habitantes de la ciudad, lo que lo coloca al menos cinco puntos porcentuales encima de la aprobación que recibe el presidente de la República, pero muy por debajo de los niveles de popularidad que, en su momento, gozaron Cuauhtémoc Cárdenas (37%), Andrés Manuel López Obrador (62%) y Marcelo Ebrard (67 por ciento).
Durante la gestión mancerista, la ciudad cambió de nombre y estatus jurídico; también estrenó una nueva imagen y se promovió como destino turístico a escala nacional e internacional. Mancera abrazó una agenda progresista que incluyó políticas de inclusión para ser una ciudad gay friendly, avanzó en la modernización del transporte y asumió una política de movilidad que puso en primer lugar al peatón y en último al automóvil particular, además de endurecer el programa Hoy no circula. También respaldó la lucha feminista, promovió reformas a la regulación nacional de los salarios mínimos e impulsó una ambiciosa política inmobiliaria que, en el mediano y largo plazos, debería transformar la fisonomía de la Ciudad de México.
Todas esas acciones fueron insuficientes para generar confianza y liderazgo en la población capitalina. El progresismo del jefe de gobierno fue recibido con indiferencia por una mayoría de habitantes más preocupados por temas como el aumento en la regulación y trámites burocráticos, la cada vez más notoria y descarada corrupción de servidores públicos, la creciente inseguridad y la escasez de oportunidades de empleo.
Peor aún, el impulso mancerista a la agenda progresista recibió la desconfianza de los grupos y colectivos que, se esperaba, recibirían esas decisiones con entusiasmo. La promoción turística se concentró en el mejoramiento de ciertas zonas que sólo aumentaron el contraste de abandono en las delegaciones de la periferia. La simpatía hacia el colectivo LGBTIQ quedó eclipsado por la falta de atención a temas de mayor urgencia, como la corrupción, la llegada del crimen organizado a la ciudad y la mala calidad de los servicios públicos, principalmente el transporte.
La cruzada contra el automóvil particular quedó más como un afán de desviar la atención y la responsabilidad. Mención especial merecen los parquímetros que prometían impulsar el desarrollo de las colonias donde fueron colocados, así como las fotomultas. Los primeros resultaron una privatización de espacios públicos, cuyos réditos para los pobladores quedaron en promesas. Las segundas todavía están sujetas a controversia por su legalidad, fiabilidad y constitucionalidad.
También la defensa del salario se interpretó como una estrategia de promoción personal, más que como un compromiso sincero con el poder adquisitivo de los trabajadores. Pero el golpe final a la imagen de Mancera, llegó de su ambicioso proyecto inmobiliario, que de manera inmediata generó especulación, gentrificación y diversas violaciones a los reglamentos de construcción, usos de suelo y ordenamiento territorial. El sismo del 19 de septiembre terminó por desvelar las relaciones y redes de complicidad entre colaboradores cercanos al jefe de Gobierno y compañías constructoras a las que diversos medios y organizaciones denominan: la mafia inmobiliaria.
Al final, la corrección política no salvó a Mancera de llevar su gestión por el camino del desastre y el desprestigio.
Rosa María Mirón Lince es Doctora en Ciencia Política, profesora e investigadora de la FCPyS de la UNAM.