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La reforma constitucional al Poder Judicial, ¿conviene a México?

El presidente Andrés Manuel López Obrador oficializó su segunda reforma al Poder Judicial. En esta ocasión, su propuesta se extiende hacia el voto popular para la designación de jueces, magistrados y ministros, la desaparición del Consejo de la Judicatura y una serie de reformas administrativas internas al sistema que, a su juicio, buscan generar ahorros, y, en sus palabras, dar un valor auténtico al Estado de derecho. Más allá del discurso, es importante considerar si esta reforma afecta los principios democráticos, si se alinea con los estándares internacionales de derechos humanos, y si en términos económicos da mayor o menor certeza jurídica a la capacidad del Estado para resolver disputas de manera oportuna con costos razonables asociados con litigios, y, muy importante, si mejora o no el clima económico al aumentar la confianza de empresarios y trabajadores para desarrollar sus funciones de inversión y empleo.
Debido a que esta que esta reforma es Constitucional, para que sea aprobada se requeriría del apoyo de dos terceras partes de ambas cámaras del Congreso, algo con lo que Morena y sus aliados no cuentan en este momento. Ese bloque lo conforman 273 votos, pero requieren 334 de los 500 legisladores que componen el cuerpo legislativo. En el Senado, los partidos de la llamada "4T" tienen 71 de los 84 votos que se necesitan para lograr dos terceras partes y conseguir la aprobación calificada. El número final puede variar y dependerá de los legisladores presentes en las sesiones en las que se voten estas reformas.
La argumentación de fondo en la propuesta de reforma enfatiza en que actualmente no hay representatividad del Poder Judicial en la democracia mexicana. Es decir, en que el sistema está construido bajo una visión elitista de la clase judicial que no favorece la creación de vínculos entre jueces y causas de las minorías, entre jueces y ciudadanos. Así lo demuestra la encuesta más reciente del Latinobarómetro, que cuantificó la desconfianza de los mexicanos en los jueces en un 67%. Por lo que, el presidente plantea que para lograr un Poder Judicial más inclusivo, se requiere conectar los procesos de designación de los jueces a procesos de elección popular.
El presidente ya ha intentado reformar el sistema judicial. Su reforma constitucional de marzo de 2021 fue un esfuerzo de actualización funcional y estructural que logró legitimidad democrática gracias al consenso de los tres Poderes de la Unión. El objetivo de dicha reforma era lograr mayor eficiencia mediante la procedencia y depuración de la controversia constitucional; la modificación al sistema de precedentes y de jurisprudencia; la simplificación de la declaratoria general de inconstitucionalidad; la procedencia y limitación del amparo directo en revisión. Sin embargo, a dos años de aquella reforma, la única evidencia que tenemos sobre sus resultados es que nuevamente el Ejecutivo Federal opta por una reforma que no solo modifica las estructuras administrativas del sistema, sino que incorpora la tentación del populismo en aras de acercar a los jueces a los ciudadanos.
Un precedente a considerar es la reforma al poder judicial de Bolivia, que introdujo la elección popular de jueces en 2011 bajo la presidencia de Evo Morales, que, si bien buscaba democratizar el sistema judicial y aumentar la participación ciudadana en la selección de jueces, desde entonces ha sido objeto de controversia debido a preocupaciones sobre la politización del poder judicial y la influencia del gobierno en el proceso de selección de candidatos. Aunque también se reconoce que dicha reforma ha contribuido a la legitimidad del sistema al permitir una mayor participación ciudadana, quizá la mayor crítica y preocupación sobre los resultados de esa reforma en Bolivia sean las fallas que existen en ese país en términos de politización de las designaciones que conlleva a una falta de independencia judicial, de garantías de imparcialidad en la administración de justicia, y la presencia de irregularidades en los procesos de preselección de candidatos donde no se ha cumplido con la calificación de méritos que la propia constitución establece. Cuestiones que en México, con los problemas de justicia que ya tenemos, muy posiblemente agravarían las disfunciones de nuestro sistema que produce porcentajes de impunidad del orden del 96.3%, según los cálculos más recientes de México Evalúa.
Existe una tensión inherente entre el populismo y el constitucionalismo que se materializa, una vez que el populismo está en el poder, en la necesidad de cooptar o al menos neutralizar el poder judicial y los órganos del sistema de justicia que tienen el papel de interpretar la constitución, y, a partir de esa interpretación, tienen el poder de suspender, modificar o incluso anular leyes o actos del gobierno que la contravengan. Por otro lado, la vulnerabilidad del poder judicial ante esos avances es mayor cuando el fenómeno del populismo se da en un contexto de gobierno unificado (un mismo partido político controlando el poder ejecutivo y legislativo) y de crisis de legitimidad del poder judicial, como actualmente sucede en Bolivia. Y es que, incluso en las condiciones más adversas, un poder judicial independiente y capaz puede resistir al populismo y revitalizar la democracia en lugar de destruirla.
Según Ginsburg y Huq la democracia constitucional puede entrar en una senda que culmine en el autoritarismo ya sea mediante el colapso o la erosión democrática, un fenómeno cada vez más común en diversas regiones del mundo. Dicha derogación progresiva de la democracia se da a través de procesos lentos y graduales pero sostenidos, desmantelamiento de frenos y contrapesos al uso del poder político. Y si bien es posible que el destino sea una completa recesión democrática, el resultado generalmente es el de un régimen híbrido caracterizado por un ambiente donde las elecciones aún son celebradas, pero la coalición en el poder tiene una ventaja tan significativa respecto a la oposición que derrotarla se torna virtualmente imposible. Es notable, como sucedió recientemente en El Salvador, o los intentos de reformas judiciales en Israel, que las democracias constitucionales están siendo deliberadamente destruidas desde adentro por líderes y partidos legítimamente electos pero que inteligentemente utilizan las leyes para destruir justamente lo democrático y constitucionalista de sus Estados, y así atrincherarse en el poder.
Generalmente, el jefe del Poder Ejecutivo es quien lidera la erosión democrática mediante un ataque sostenido a las instituciones encargadas de moderar su poder, o mediante el socavamiento de las reglas que lo atan a la rendición de cuentas. Simultáneamente, se busca una centralización de las funciones administrativas del Ejecutivo bajo el poder de su representante en jefe y de su partido. En algunas ocasiones, se puede incluso recurrir al uso de poderes de emergencia por parte del jefe del Ejecutivo, es decir, de mecanismos extraordinarios que permiten la suspensión de ciertos frenos al uso del poder (como algunos derechos procesales o de libertad de reunión y expresión, o los mecanismos de protección de esos derechos) o la concentración de poder en el Ejecutivo (por ejemplo, que pueda emitir decretos con fuerza de ley) para hacer frente a amenazas que atentan contra la supervivencia de la democracia. Para que lo anterior pueda lograrse, por lo general los ataques a las instituciones independientes y la progresiva concentración de poder necesitan encauzarse mediante leyes o incluso reformas constitucionales que se encuentren en el margen de lo permitido por los principios constitucionales. En algunas ocasiones, dependiendo de la urgencia política, las embestidas legales pueden llegar a ser, de plano, abiertamente contrarias a lo que establece la constitución vigente.
El antídoto contra las leyes de este tipo es por supuesto el control constitucional: que los jueces encargados de interpretar la ley máxima las suspendan, modifiquen, o declaren nulas. Sin embargo, esta es exactamente la razón por la que los autócratas legalistas, como los llama Scheppele, empiezan su centralización del poder mediante la inhabilitación, captura, o intervención política de las cortes constitucionales. La razón es clara: una corte fuerte e independiente puede convertirse en un límite a los esfuerzos autoritarios por reducir derechos de expresión y asociación, centralización del poder y el desmantelamiento de frenos en otras instancias de gobierno.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Japón implementó una reforma judicial integral que estableció un sistema democrático y garantizó la igualdad ante la ley. Esto incluyó la adopción de una nueva constitución en 1947, que estableció un sistema judicial independiente y derechos fundamentales para los ciudadanos. Además, se reorganizó el sistema judicial con la Ley de Organización Judicial, se introdujo el sistema de jurados para casos penales graves y se implementaron programas de formación para mejorar la calidad de jueces y abogados. Estas reformas, junto con un énfasis en la transparencia y la rendición de cuentas, contribuyeron a reconstruir Japón como una democracia funcional y un Estado de derecho respetado internacionalmente, con el sistema judicial evolucionando continuamente para adaptarse a los cambios sociales y garantizar la justicia para todos los ciudadanos.
En términos económicos, aún con sus desafíos como su población envejecida o su deflación crónica, Japón sigue siendo una economía avanzada con una infraestructura sólida, una base industrial diversificada y un alto nivel de vida, que la coloca como la cuarta economía más grande del mundo en términos de PIB. Su base institucional para el crecimiento económico pasa por la implementación de políticas adecuadas y reformas estructurales. Por ello, una reforma judicial beneficiosa forzosamente debe implicar considerar su impacto en la eficiencia y el desarrollo económico a largo plazo. Aspectos clave incluyen la eficacia para resolver disputas de manera oportuna y económica, la seguridad jurídica que atrae inversiones y promueve el crecimiento, la protección sólida de los derechos de propiedad que incentiva la inversión y la innovación, la reducción de la corrupción que mejora el clima empresarial, y la promoción de la competencia y la innovación que estimula la actividad económica.
Por tanto, un poder judicial resistente al populismo está intrínsecamente ligado a la fortaleza de la democracia y su capacidad para establecer los cimientos de un entorno económico propicio para el crecimiento a largo plazo. Lo que el presidente parece desconocer con su reforma al Poder Judicial es que la democracia constitucional, que nunca fue concebida como un gobierno de jueces, implica necesariamente "gobernar con jueces", como menciona Sweet Stone. Esto significa que las ramas políticas del gobierno deben tomar en cuenta la opinión judicial en asuntos fundamentales y aceptar la decisión al confiar a la Constitución su mandato supremo.
Las instituciones republicanas, como la Suprema Corte de Justicia de la Nación, desempeñan un papel crucial en contrarrestar los excesos del Poder Ejecutivo y Legislativo, asegurando así un equilibrio de poderes. Su legitimidad no depende de las urnas, sino de la eficacia y eficiencia de sus resoluciones, que se traducen en la protección de los derechos fundamentales y la preservación del equilibrio de poderes mediante el control judicial, la supervisión y la regulación. En un Estado democrático de derecho, estas instituciones son esenciales para garantizar la transparencia, la rendición de cuentas y la preservación de los principios democráticos ante cualquier intento de socavarlos. Su papel es fundamental en la protección de los pilares de la democracia en tiempos como los actuales.
*La autora es Directora de Inteligencia Más y maestra en Gobierno y Políticas Públicas en la Universidad Panamericana.