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Don Draper, te extraño
Sí, el fin de Mad Men es el fin de una era. Especialmente para mí.
Hace una semana que se acabó Mad Men y sigo con el corazón adolorido. Extraño mi serie. Fueron años de dedicarme a ella. Tengo síndrome de pantalla vacía.
Nunca he visto mucha televisión. Y no es por esa conseja que dicta que todo el que ve la tele se vuelve estúpido. Cuando oigo a alguien decir eso, sé que estoy enfrente de un perfecto zoquete.
No, el asunto es que nunca he visto mucha tele porque me cuesta trabajo prestar atención a las series.
De niña pasaban las series gringas de corrido en la tele: cinco capítulos a la semana de los X-Files o de ER, desordenados casi siempre, algunos hasta censurados (¿se acuerdan lo que pasaba con Ranma 1/2?). Era una experiencia abrumadora para mi pobre lapso de atención. Al ver el capítulo del miércoles ya se me había olvidado el del lunes, un desastre. Vi X-Files completa porque renté los videos todavía en DVD.
Pasó que con la llegada del 2000 mis hábitos televisivos comenzaron a cambiar, me empezó a interesar más, y la razón la comparto con millones de personas: llegaron Los Soprano. Como gran parte de los mexicanos de mi generación con cable, Los Soprano en HBO fue como sentir que por fin otro mundo es posible. Al poco, por ahí del 2001 o 2002, la serie llegó a la tele abierta, y esa sensación fue compartida por otros tantos millones.
Los Soprano es una serie compleja que no lo parece tanto: es exigente pero se deja ver, tiene esa dimensión narrativa de las grandes novelas y cada semana uno quedaba con ganas de ver el siguiente capítulo.
Las aventuras de Tony Soprano marcan el inicio de lo que el periodista Brett Martin nombra, en Hombres fuera de serie (Ariel), como la tercera ola dorada de la televisión estadounidense. De repente era más interesante ver la tele que ir al cine.
Pero regresemos un poco. Era una época curiosa, ésa de principios de los 2000. Muchos pesimistas veían el auge de los reality shows como el fin de la televisión bien escrita, y al mismo tiempo estas grandes series, Los Soprano, The Wire, Breaking Bad y un brillante etcétera, se llevaban las críticas, aunque no necesariamente el gran público. Eran el tema de conversación, seguro, pero eso no siempre se reflejaba en el raiting.
La popularidad empezó a medirse de otro modo. Y es que de manera simultánea también crecieron las redes sociales: el buzz de Twitter sobre, por ejemplo, Game of Thrones vale tanto como los puntos Nielsen con los que tradicionalmente se medía la audiencia.
Yo quería hablar del fin de Mad Men, mi segunda serie favorita de la vida (la primera es The Wire. Si no han visto esa maravilla, háganlo ya. Con todo el asunto de Baltimore, The Wire se vuelve absolutamente atinada y vigente).
Oh, Mad Men, su final fue tan sencillo que no hay manera de dejar de rumiar qué tanto Matthew Weiner tuvo que escribir para llegar a tan simple belleza.
Así como Los Soprano se metió al centro del espíritu estadounidense al cambio del milenio, Mad Men definió la era de la Guerra Fría, especialmente para quienes no la vivimos. Don Draper, su protagonista, tiene una crisis existencial profunda: no cree en el amor, pero lo busca sin cesar. Hasta el último momento de la serie lo vemos sonreír desde un algo profundo de su ser; por fin Draper sabe quién es. Y lo encuentra con una botella de Coca Cola en la cabeza.
Ah, ¿qué haré sin la dulce espera de cada temporada de Mad Men? Me curo la cruda viendo Game of Thrones. Prefiero todavía ese ritmo semanal de episodios, ese suspenso del cliffhanger al final. Esa seducción lenta.
Es el fin de una era, el fin de Mad Men. Ahora el estilo es ver series en sobredosis en Netflix.
No soporto el ritmo Netflix de ver una serie entera en una tarde. Demasiada información, un empacho que no me permite enamorarme de la trama y de los personajes. Supongo que ya estoy vieja.