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Arte e Ideas

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Deliciosa puesta ?en escena

Una representación redonda, mejor que la aguada representación que hizo hace unos meses el Met de Nueva York.

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De un gran cantante de ópera se puede admirar la belleza de su voz, el manejo de su técnica o su capacidad histriónica; algunos artistas manejan al menos uno de estos atributos, pero en Ramón Vargas asistimos a la conjunción de esas virtudes, dispuestas en un balance impecable.

Esto es lo que vimos la noche del sábado en la representación de la magistral ópera de Giacomo Puccini, La Bohème, en el gran espacio del Auditorio Nacional en el marco de su proyecto Ópera en Vivo.

La Bohème, una de las obras emblemáticas de todos los tiempos, de las más queridas por los millones de operómanos que pueblan este planeta. Ópera compuesta por la llamada Santísima Trinidad que integraban Puccini, Luigi Illica y Giuseppe Giacosa y estrenada en 1896, en Turín, cuando en México reinaba don Porfirio Díaz.

El gran éxito de La Bohème es su música, plena de motivos, pegajosos, melancólicos, sensuales, llenos de nostalgia. Pero también es atractiva por la historia que cuenta, que trata de la vida bohemia de los jóvenes en el París de mitad del siglo XIX, cuando esperaban convertirse en escritores, poetas, pintores, músicos... y asumían este reto con actitud estoica afrontando la pobreza, el hambre, con las únicas armas a su alcance: su juventud, talento y sacrificio.

ELENCO ESTELAR

El papel de Mimì (la modista) fue interpretado por la veracruzana Olivia Gorra, quien demostró aparte de una buena voz, su calidad histriónica sobre todo en la escena de la muerte de Mimì, en la que mantuvo al público expectante, sufriendo, sintiendo con el personaje. Lágrimas furtivas en las señoras y gargantas anegadas en los caballeros fue la tónica en esta parte. Al final, Olivia se llevó un gran aplauso y aclamaciones de un público (5,000 personas) que se entregó a la representación.

Ramón Vargas estaba feliz de actuar ante su público. Desempeñó el papel de Rodolfo con aplomo, madurez, con esa seguridad que da haber pisado decenas de escenarios en el mundo. Y el público lo compensó también con aclamaciones y aplausos prolongados.

La cantante española Ainhoa Arteta esta vez fue Musseta, la atractiva, coqueta, irreverente novia del pintor Marcello. Ella tuvo una actuación destacada con una voz bien manejada, con notas que fluían como si fuesen de seda acariciando los oídos mexicanos. Y George Petean interpretó a un Marcello viril, simpático, bien actuado, sin poses ni dramatismos excesivos, con esa voz potente, de ricos matices, bien manejada. Ambos fueron aclamados por el público.

El resto del elenco no desmereció: Rosendo Flores, Jesús Ibarra... Los coros estuvieron muy bien y la orquesta inmejorable, dirigida por el serbio Srba Dinic (en Bellas Artes lo pronuncian Sherba Dinich, y así debe de ser), quien consintió a los artistas, quien no les echó la orquesta encima.

En fin, una representación redonda y un éxito para el INBA y el Auditorio Nacional que, por cierto, les quedó mejor que la aguada representación de La Bohème que hizo el Met de Nueva York y que comentamos en El Economista el 6 de abril de este año.

ALGUNOS ERRORES

Pero por supuesto que hay problemas de movimientos escénicos, de dirección de los actores. Un error imperdonable es que en el Vals de Musetta no dejaron lucir a Ainhoa Arteta su voz y su belleza: mientras ella cantaba una escena cómica , se desarrollaba otra a un lado (nunca deben competir de manera simultánea dos escenas en una representación) y tampoco le indicaron que por lo menos debía bailar un poquito ese famosísimo vals.

Pero la escenografía tampoco estuvo mal: esta vez la boca del escenario del Auditorio dada su amplitud brindó aire a la representación y así pudimos apreciar en el acto II una bella estampa de París, con su gente que celebraba la Navidad, su desfile de bandas militares, vendedores, y el famoso Café Momous. En el acto III apreciamos una de las puertas de París y fuimos testigos hasta de una nevada, que resultó un meteoro no bien calculado: el hielo seco y los copos de nieve llegaron hasta los atriles de los músicos, que tuvieron que limpiarlos para seguir tocando.

El acto I y IV, con su infaltable buhardilla, no deja de ser una escenografía fea, demasiado oscura, opresiva (la pobreza no implica mugre y desaliño). En fin, es la escenografía que se marca en el libreto.

ricardo.pacheco@eleconomista.mx

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