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El Tren Depredador: un proyecto neocolonial ecocida
El veredicto del Tribunal Local de los Derechos de la Naturaleza, publicado hace unos días, es una sólida condena al afán depredador del gobierno mexicano que, pese a protestas y recursos jurídicos de personas y comunidades, ha impuesto con el mal llamado “Tren Maya” un modelo de desarrollo “ecocida” y “etnocida”. No se trata sólo de 1500 km de vía férrea, en cuya construcción ya se han destruido miles de hectáreas de selva. Incluye también polos de desarrollo, cuyo plan maestro se desconoce, que provocarán urbanización y depredación. Además de extensas expropiaciones y desalojos que ya se han hecho, la urbanización misma provocará a mediano plazo importantes desplazamientos de población. El daño a toda la península, en particular a las comunidades mayas, ignoradas, amenazadas o manipuladas por los gobiernos, será incalculable.
Este megaproyecto, conectado además con el Corredor Transístmico, no se deriva de un interés “humanista” por estimular un desarrollo humano sustentable. Responde a una lógica neoliberal que ve la naturaleza como un estorbo, que pasa por alto la fragilidad del territorio y que ha buscado acallar las protestas de comunidades, ambientalistas, activistas por los derechos humanos, academia y organizaciones, con el espejismo del empleo y el desarrollo, así deba imponerlo usando a las fuerzas armadas, a las que ha cedido territorios significativos. ¿No es esto un modelo neocolonial?
Contra este atentado contra el pueblo maya y el medioambiente, el Tribunal de los Derechos de la Naturaleza, un tribunal internacional ético, creado en 2014 con el fin de dar un espacio a quienes defienden esta y de educar a gobiernos, empresas y sociedades acerca de los impactos de la intervención humana en el hábitat de especies y comunidades, escuchó en marzo testimonios de personas y comunidades, evaluó el proyecto y observó su impacto ambiental y social en diversos puntos de la península. Entre otras conclusiones, corroboró que se violaron los derechos a la participación comunitaria y a la preservación de la integridad cultural, a la evaluación del impacto social y ambiental, a la consulta previa y al consentimiento informado, a la distribución de beneficios, así como los derechos bioculturales del pueblo maya y el derecho mismo a defender el medioambiente, todos reconocidos en instrumentos jurídicos internacionales.
Conforme a principios que reivindican la justicia social y ambiental y afirman la necesidad de cambiar de paradigma en nuestra relación con la Naturaleza, sobre todo si pretendemos sobrevivir en este planeta, el Tribunal condenó al Estado mexicano por los crímenes de ecocidio y etnocidio contra la Naturaleza y el Pueblo maya. Por ello, demandó la suspensión del Tren depredador “con todos sus componentes”, “la desmilitarización de los territorios indígenas” (que para gran parte de la sociedad mexicana ha pasado desapercibida), el cese del “despojo de tierras ejidales” y de la persecución y amenazas a quienes defienden la naturaleza. También demandó el reconocimiento de los cenotes como “sujeto de derecho”, siguiendo una tendencia innovadora en el campo de los derechos de la Naturaleza.
A la vez que ha negado con necia propaganda estos agravios, el gobierno federal ha decretado nuevas expropiaciones en Quintana Roo y esconde información bajo el pretexto de la “seguridad nacional”. La complicidad de los gobiernos estatales en despojos, desplazamientos y violaciones a derechos humanos es, si posible, aún más escalofriante, puesto que las autoridades locales saben lo que sucede y callan.
Como otros Tribunales éticos, este Tribunal local publicó también recomendaciones que confirman la necesidad de optar por un desarrollo sustentable y justo y que merecen una reflexión más amplia en este espacio.
La naturaleza no es un escenario plástico ni un conjunto inerte de recursos a disposición de gobiernos o corporaciones. Es un ser vivo. Entrelaza territorios, agua, aire, animales, plantas, interactúa con comunidades y culturas. Aunque la asfixiemos con concreto, habitamos una tierra viva, como nos lo recuerdan los sismos; un planeta interconectado, como lo corrobora el cambio climático.