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Justo el momento decisivo
Cartier-Bresson inmortalizó el siglo XX en cientos de imágenes que sólo él supo capturar.
Yo veo y luego entiendo , dijo famosamente el gran fotógrafo Henri Cartier-Bresson. Entender y ver como un acto solo e inseparable fue su arte. Como dijo otro gran francés, André Bretón, el trabajo del artista está en mirar pero también en transcribir lo mirado para que otros, también, miren y entiendan.
Era suertudo Cartier-Bresson. Sabía fabricarse su propia fortuna. ¿Cómo, si no, explicar que estaba justo ahí antes de que mataran a Gandhi; justo en el instante en que el niño salta y su figura se repite perfecta en un charco; justo para retratar las nalgas de Lupe Marín o el amor voluptuoso y enérgico entre dos lesbianas?
Es un cliché hablar de Cartier-Bresson y del famoso instante decisivo . Pero es un cliché ineludible: nadie como el maestro francés para capturar la vida cotidiana en el momento que la define con su cámara. Su ojo atrapó el siglo XX en los grandes acontecimientos como reportero de la legendaria agencia Magnum y también esculpió el tiempo de lo pequeño, lo que parece que no tiene significado pero que al final significa todo.
El genio de varias capas
En Bellas Artes se presenta la más amplia retrospectiva de Cartier-Bresson, cortesía del Centro Pompidou, y es un verdadero regalo de exposición. Dice el texto de sala que hay que entrar con la mente abierta porque no saldremos con un solo punto de vista, sino con muchos Cartier-Bresson en mente.
Es cierto. Aunque es famoso como fotorreportero, antes (y después) hubo varias versiones de Cartier-Bresson. Está el niño scout que tomaba fotos en sus campamentos, el adolescente tímido y callado que asistía a las reuniones de Bretón a escuchar, nunca a hablar; está el joven comunista que fotografiaba para cambiar al mundo. Está el viajero que aprendió a fotografiar en África, México, Italia y Bélgica, siempre alérgico al exotismo y el color local , más apegado a la forma geométrica y al azar de lo cotidiano.
Y está, por supuesto, el maestro de la contemplación, el que pasó sus últimos años dibujando casi más que fotografiando.
Durante la década del 30 trabajó para diferentes diarios franceses y pequeñas publicaciones comunistas. Para una de ellas fotografiaba a niños en la calle, la sección se llamaba El misterio del niño perdido y se usaba como una especie de concurso: los padres que reconocieran a su hijo en la página ganaban un premio y el honor de ver impresa la biografía de su hijo en la siguiente edición. El niño, pues, no estaba perdido, pero de algún modo sí era encontrado por el ojo del fotógrafo y, por extensión, del comunismo.
En esa misma época fue enviado a Inglaterra a cubrir la coronación de Jorge VI. Cartier-Bresson, un rebelde callado, sintió mayor fascinación por la multitud que por el rey. En las placas aparecen personajes dando la espalda al monarca: no es falta de respeto sino que esa era la mejor posición para ver con espejos y periscopios la procesión real. No es falta de respeto, pero sí es una inversión del poder: el pueblo se voltea para poder ver mejor. Y el fotógrafo voltea a la gente para contar mejor la historia.
El prisionero se vuelve reportero
Durante la Segunda Guerra Mundial, Cartier-Bresson fue reportero, pero pronto cayó prisionero. Sobrevivió tres años en un campo de prisioneros hasta que se fugó en 1943. Pero eso no hizo que se alejara del frente. Cubrió la liberación de París. En una de sus series más dramáticas, capturó la vejación de una colaboracionista nazi en el mero momento de ser descubierta: hay odio en los ojos de quienes atestiguan el momento, rencor de la guerra.
Para 1947 el maestro ya era lo bastante respetado como para tener una gran exposición en el MoMA de Nueva York. Dice el texto de sala que pudo haberse dedicado a ser un artista de tiempo completo. No fue así: junto con Robert Capa, Chim Seymour y otros fotógrafos de fábula fundó la agencia Magnum, una cooperativa que trazaría la historia del fotoperiodismo moderno.
Como fotógrafo de Magnum tuvo primera fila en el teatro de la historia. Cubrió la muerte de Stalin y de pasada ilustró la vida rusa para varias revistas occidentales.
Estuvo ahí cuando Mao Zedong se hizo del poder en China y tomó una de las placas más célebres de la caída del Kuomitang: una multitud se apelotona frente a un banca tratando de comprar oro y así no perderlo todo en la inflación rampante. En Cuba capturó la vida diaria durante la crisis de los misiles. Retrató a Capote, Sartre y Picasso. Retratar es como poner un signo de interrogación sobre alguien . El ojo de Cartier revela mientras pregunta.
Hacia el final de su vida, el maestro regresó a su pasión de niño, el dibujo. La exposición cierra con algunos autorretratos borrosos. A Cartier-Bresson no le gustaba retratarse porque el anonimato le permitía hacer mejor su trabajo.
Es curioso: de Bellas Artes el visitante saldrá con la historia de la vida de Cartier-Bresson, pero sin una imagen clara de la persona. El misterio da fulgor al cazador del instante decisivo.