Buscar
Arte e Ideas

Lectura 5:00 min

De rodillas y en memoria

“Deseo vivamente que se me erija aquí un templo”, dijo la Virgen a Juan Diego.

En aquellos tiempos ya no había sacrificios humanos. Pero el sol seguía saliendo por la mañana. Tal vez era cierto: los dioses habían muerto, el Dador de Vida los había abandonado y el amanecer parecía no necesitarlos más. No hubo recurso humano, cuchillo de obsidiana, cabeza clavada en un tzompantli que impidiera la destrucción. La fuerza oscura que acabó con todo había llegado en barco y recorría la tierra a caballo. Blandían el fuego mortal del arcabuz y el brillo asesino del acero. Así  se supo que la profecía se había cumplido y no valía la pena mirar hacia los cielos.

En el almanaque de aquella era antigua corría el año 13 ácatl, para el calendario gregoriano era 1531. Diez años habían transcurrido desde la llegada de los españoles. Era otra vez el momento de la antigua celebración del nacimiento del sol, la conmemoración de la salida de Aztlán de los mexicas y la fundación de México Tenochtitlan, que ya se llamaba con otro nombre. Se cerraba el ciclo del tránsito de Venus que había durado 416 años y en Tlatelolco se conmemoraba el fuego nuevo. Fue entonces cuando  en el cielo apareció una gran señal: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas. Los pájaros cantaban, el cerro estaba lleno de ruido de viento y de pronto todo quedó en silencio. El que iba por ese camino nada más oyó que le decían: “Juanito, Juan Dieguito”. Y deslumbrado porque todo en ella resplandecía, cayó postrado mientras todas las turbaciones de su corazón se iban convirtiendo en humo.

Fue un viernes 12 de diciembre, juran las crónicas y códices, cuando la Virgen de Guadalupe se le apareció por cuarta vez a Juan Diego. Había tomado otro camino, porque iba a buscar ayuda para su tío enfermo, pero la Morenita  lo encontró junto al pocito. Le dijo que llenara de rosas su tilma cuando justo en esa época donde no había rosas y Dieguito volteó y las flores  estaban allí, por milagro y comando de la virgen, por supuesto. Antes, el 9 de diciembre, fecha de la primera aparición, la Virgen le había dicho: “Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?... sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la Tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en Mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores”. Y después de tal discurso le había pedido que apurara sus oficios y fuera a hablar con quién correspondiera. Juan Diego había ido hasta el Palacio del Arzobispado. El obispo escuchó el relato, sospechó que había herejía en su pensamiento y tontería en su corazón y lo mandó a paseo. Pero  le dijo que volviera días después a ver si podía demostrarle la verdad de su decir. Milagro y destino. Así tenía que ser. Fray Juan de Zumárraga, obispo excelentísimo de la Nueva España, no se convenció de nada hasta que Juan Diego  se puso delante de él  y desenvolvió su blanca tilma.. Cientos de rosas rodaron por el suelo y apareció pintada en la tilma una santa imagen, retrato de la morena virgen que le había descrito.

Después de aquello no hubo duda: la iglesia que pedía Juan Diego para la virgen debía construirse sin demora, con la pintura de la tilma presidiendo el altar. Todo lo que sigue ya es historia: el templo del Tepeyac, después la Basílica original y ahora una nueva. La imagen, efectivamente, siempre ha estado allí. Despertando conciencias, provocando prodigios, convirtiéndose en la imagen más venerada –por antonomasia, convicción y conveniencia-de todos los mexicanos. Sus milagros pueden contarse por cientos, ha realizado hazañas grandes y pequeñas, atendido peticiones mil, protegido a sus hijos sin control y sin descanso: ejercido una amorosa  la paciencia y perdonado nuestra estupidez y todos nuestros desmanes. Pero todo puede acabarse lector querido. No hay que abusar de la suerte ni lanzarse irresponsable y resuelto  a donde no lo llaman. No se olvide que en el pedir estar el dar. Quizá con ponerse de rodillas para fingir que la Virgen le habla.

Únete infórmate descubre

Suscríbete a nuestros
Newsletters

Ve a nuestros Newslettersregístrate aquí

Noticias Recomendadas