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El mariachi en la era del narco
Decir que El Mariachi es una telenovela, no le hace justicia a lo que se anuncia como la primera serie latinoamericana producida por AXN.

Basada en el personaje de la trilogía que dio nombre a Robert Rodríguez, y supuestamente repudiada por este, la serie se está transmitiendo diariamente por AXN desde hace un par de semanas.
El Mariachi es producida por Sony, quien era dueña de los derechos de distribución de las películas de Rodríguez y Teleset, una productora colombiana también propiedad de Sony que cobró notoriedad con la película Rosario Tijeras. No obstante ese pedigrí, la serie entera se rodó en México, con actores mexicanos.
Basta ver el piloto de El Mariachi para agradecer la ausencia de Rodríguez. Si recuerdo bien, el primer Mariachi, el de 1992, tenía a Carlos Gallardo como un joven músico que llega a Tijuana con sueños de fama y romance, sólo para ser confundido con Azul, un asesino que lleva sus armas en una funda de guitarra. Eso lo lleva a enfrentar al narco capo local conocido como El Moco.
Si bien el primer mariachi tenía su encanto y frescura (que no tenían nada que ver con su pobre capacidad como músico). Su logro principal estaba en la mitología que rodeaba la producción hecha con tres pesos obtenidos supuestamente por un director dispuesto a vender su sangre para conseguir recursos. La cinta ganó el premio del público en Sundance y fue comprada y distribuida por Sony (entonces Columbia Pictures) como la nueva revelación de la cinematografía latinoestadounidense.
Rodríguez creció brevemente a la sombra de Quentin Tarantino, quizá por su vinculación en Del crepúsculo al amanecer o la fallida Four Rooms. Poco antes de labrar su propia reputación como un director efectivo e ingenioso de cintas serie B, que en sus mejores momentos consigue hasta cierta genialidad (pienso en Sin City, Planeta Terror o la primera Spy Kids); y en los peores, naufraga bajo el peso de la autoparodia, el pastiche y la chabacanería vulgar (Machete).
En la segunda entrega, el mariachi ya era Antonio Banderas, y la inyección de presupuesto se tradujo en mayores balaceras, explosiones y escenas de acción. Para el final de la trilogía, Érase una vez en México, cualquier frescura encontrada por azar en la primera, había desaparecido entre nubarrones de pólvora y maleantes estereotipados hasta el humor involuntario.
La serie, de entrada, busca sumarse a una tradición distinta, la que sustenta el éxito de telenovelas como las colombianas: Sin tetas no hay paraíso, El cartel de los sapos o Escobar. Series de setenta episodios que se ruedan de un tirón, sin constreñirse a la medida estadounidense o británica que ahora conocemos como temporada.
A diferencia de lo que solemos llamar telenovela (haciendo a un lado algunos momentos en las producciones de Argos), El Mariachi nunca se rueda en sets de cámaras múltiples y audífonos para dictar diálogos acartonados a protagonistas más bonitos que actores. La sintaxis visual no necesita un exterior de la locación antes de cortar al interior de un set de iluminación plana y tablaroca. En la historia no se busca apostar por una narrativa basada en los mismos arquetipos y arcos dramáticos de siempre. Al contrario, hay muy mucho menos artificialidad en su retrato del México en la era del narco, que en una serie comparable, como la Capadocia de HBO y Argos.
La premisa inicial es similar a la de Rodríguez: un joven mecánico que quiere ser mariachi (Ivan Arana), viaja en un autobús de cuarta a un poblado indeterminado del norte del país, donde se celebra un festival de este tipo de música que le puede permitir dejar la capital y proveer un futuro para sus ambiciones y abuelita. Al llegar, un incidente bien resuelto, provoca que sea confundido con un sicario y se encuentre de pronto entre dos carteles rivales; reclutado por uno a la fuerza y forzado a espiar para el otro. La serie inicia con el mariachi en una cárcel de pesadilla y mientras este se confía a dos presos, vamos conociendo las circunstancias que lo llevaron ahí.
El problema de apostar de inicio por setenta capítulos se empieza a notar en la segunda semana, cuando establecidos los personajes, se pretende construir el romance del mariachi con una improbable mesera (Martha Higareda), sobrina de uno de los capos locales (Julio Bracho, espléndido), lo que lleva a escenas de relleno y flashbacks innecesarios para recordar lo que vimos diez minutos atrás. Afortunadamente son los menos.
Donde este mariachi triunfa además de los valores de producción, es en detalles que nunca le interesaron a Rodriguez. De entrada, el casting de un actor talentoso como Arana, que además canta y bien la música que su personaje supuestamente domina. Pero también en el lenguaje, el de los diálogos (responsabilidad de Lina Uribe y Darío Vanegas) y el visual, tanto en las secuencias violentas como en la manera en que se expresan y operan, desde policías hasta los matones de segunda que rodean las estructuras de los Cárteles.
Hasta hoy, la serie mantiene el interés, no sé si será capaz de sostenerlo por los próximos sesenta episodios sin repetirse, pero con ese arranque, merece darle la oportunidad.
Twitter @rgarciamainou