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Internet gratis, ¿quién paga?

OpiniónEl Economista

No debe haber un solo mexicano que se oponga a la idea de que todos los residentes del país deben tener acceso a los servicios básicos del Estado y a los derechos que establece la Constitución, como salud, electricidad, educación e Internet. Las diferencias comienzan a surgir cuando se plantean los distintos modelos para lograr estas metas o cuando se deben establecer prioridades sobre cuál de estos beneficios debe atender primero el Estado.
¿Es más importante la salud, la educación o el Internet? ¿Podemos impulsar esos tres derechos si no contamos con una red eléctrica confiable que llegue a todas las poblaciones? ¿Cómo lograr un balance entre las necesidades de la población y el presupuesto gubernamental, que impone frenos y determina cronogramas de inversión?

Una de las estrategias de los gobiernos para garantizar la conectividad ha sido impulsar iniciativas de acceso universal a los servicios de telecomunicaciones. Esta figura, sin embargo, no existe formalmente en México, pues se asumía que los concesionarios de estos servicios, ya sea por interés comercial o por mandato gubernamental, solventarían las necesidades de la población. En otras palabras, hay una brecha de conectividad que no se ha logrado subsanar, incluso con proyectos como la Red Compartida, que buscaba brindar cobertura celular a zonas marginadas, pero que terminó excluyendo a más del 7 % de la población.

Mientras eso sucede en México, en otras latitudes algunos gobiernos, en su intento por cumplir con esta misión, optan por ofrecer estos servicios de forma gratuita a sus ciudadanos. Aunque esta medida puede parecer positiva e incluso necesaria en contextos de pobreza o desigualdad, en la práctica puede tener consecuencias negativas tanto para el Estado como para la sostenibilidad del ecosistema digital.

Un caso emblemático del fracaso que puede derivarse de una política de gratuidad en telecomunicaciones es el de Venezuela. Allí, la empresa estatal CANTV lanzó planes de Internet prácticamente gratuitos, como el plan ABA Libre, en el marco de la política “Internet gratuito para todos”. Aunque la intención era positiva, la gratuidad absoluta llevó al colapso del servicio. La falta de ingresos impidió el mantenimiento y la modernización de la infraestructura, provocando que Venezuela registre una de las velocidades de Internet más bajas de la región.

Tampoco se debe olvidar que las fricciones y cambios políticos juegan un papel importante en la continuidad de los programas gubernamentales. Esta realidad también aplica a las iniciativas en el ámbito de las telecomunicaciones. Por ejemplo, Argentina lanzó en 2010 el plan “Conectar Igualdad”, que entregaba computadoras con conectividad gratuita a estudiantes. Durante la pandemia, se sumaron iniciativas de acceso gratuito a Internet en zonas marginadas a través de empresas públicas como ARSAT. Sin embargo, el programa enfrentó diversos problemas, como la falta de mantenimiento y reposición de equipos, muchos de los cuales quedaron obsoletos o dejaron de funcionar sin que existieran mecanismos claros para su renovación. A esto se sumaron las dificultades de conectividad en zonas rurales, donde el acceso a Internet era débil o inexistente, lo que redujo la utilidad real de las netbooks entregadas.

Asimismo, la implementación fue desigual en cuanto a la integración pedagógica de las tecnologías. No todos los docentes recibieron la formación necesaria para incorporar estas herramientas de manera significativa en sus prácticas educativas, lo que generó diferencias en el aprovechamiento del programa entre escuelas y regiones. Finalmente, la falta de continuidad en las políticas, debido a cambios de administración y a una débil inversión en infraestructura, ocasionó serias limitaciones que condenaron al programa a su desaparición.

Como se ha observado, existen dos riesgos importantes al ofrecer telecomunicaciones gratuitas. El primero es el alto costo fiscal que esto implica, considerando que el costo de oportunidad se mide en la inversión perdida para servicios de salud o educación, especialmente necesarios en las zonas remotas de México. No hay duda de que implementar y mantener redes de conectividad —en particular en zonas rurales o de difícil acceso— demanda una inversión significativa en infraestructura, tecnología, personal técnico y soporte continuo.

Además del problema financiero, la gratuidad puede generar distorsiones en el mercado de telecomunicaciones. Cuando un gobierno decide competir directamente con empresas privadas ofreciendo servicios sin costo, altera las condiciones naturales del mercado y afecta la viabilidad de los operadores existentes.

Estas razones deben ser consideradas por las autoridades mexicanas al definir las metas finales de su estrategia de desarrollo en telecomunicaciones. Actualmente, se conoce que existe un fuerte interés por el gobierno de la presidente Sheinbaum de conectar a 14.6 millones de personas que no cuentan con servicio de Internet (una cifra conservadora, en mi opinión). De este total, unas 4.4 millones viven en zonas donde el servicio está disponible pero no se utiliza, y otras 10.2 millones residen en localidades sin acceso a esta tecnología por redes terrestres —aunque existen alternativas satelitales.

Un aspecto muy relevante es que, si vemos a un operador como CFE Telecomunicaciones e Internet para Todos (CFE TEIT) regalando tarjetas SIM para que los usuarios accedan a servicios gratuitos, esto podría perjudicar a entidades que han invertido en lanzar servicios en zonas rurales, como los operadores móviles virtuales (OMV) que utilizan la red de Altán. Estos operadores perderían clientes, afectando sus ingresos y su viabilidad financiera a mediano y largo plazo.

Pero como nada en la vida es realmente gratuito, estimemos que el desembolso que CFE TEIT realiza a Altán por la compra de capacidad equivale al 50 % de lo que sería su facturación. Suponiendo que no existen costos de adquisición de clientes ni se agregan los costos de 14.6 millones de tarjetas SIM, el gasto mensual para cubrir un ARPU de 247 pesos sería de 123.5 pesos por usuario, lo que se traduce en una inversión anual de 21,637 millones de pesos para brindar conectividad a esos 14.6 millones de personas. Esto equivaldría a 129,823 millones de pesos durante un sexenio. El servicio podrá ser gratuito para el usuario, pero no para el gobierno, que debe pagar al proveedor mayorista por la capacidad o invertir directamente en una red nacional, lo cual implicaría miles de millones de dólares.

A esas cifras habría que sumar los costos de despliegue de infraestructura —para los 10.2 millones de personas en zonas sin cobertura terrestre— y también los costos en contenidos, capacitación, soporte técnico, disponibilidad en lenguas indígenas, logística de mantenimiento de equipos y obras civiles necesarias para prestar servicios de telecomunicaciones.

Otro aspecto a considerar es que la estrategia de regalar tarjetas SIM depende de que los beneficiarios cuenten con un celular desbloqueado. Es importante destacar la diferencia entre el precio al que un operador adquiere un celular y el precio al que lo vende al público. Según The CIU, el celular 5G más barato disponible en el mercado, aunque no necesariamente el más vendido, puede costarle a un operador 2,500 pesos, mientras que el precio de venta al usuario final es de 3,499 pesos. Este valor está fuera del alcance de muchas personas que viven en zonas rurales del país.

El gobierno, sin embargo, centra sus esfuerzos en expandir la cobertura y adopción de 4G. Según la consultora IDC, el precio promedio de los teléfonos 4G en México bajará de 2,800 a menos de 2,500 pesos en los próximos tres años. Esto sugiere que, a través del mercado gris o informal, es posible adquirir un teléfono 4G por menos de 1,500 pesos. No obstante, esta cifra sigue representando más del 30 % del ingreso mensual de una familia en situación de vulnerabilidad (basado en que 247 pesos equivalen al 5 % del gasto mensual, según estimaciones gubernamentales).

Como puede observarse, lograr la conectividad de esas 14.6 millones de personas no será fácil ni barato. Mientras tanto, los operadores tradicionales y los más de 120 OMV no podrán competir con precios cero sin poner en riesgo su sustentabilidad financiera, lo cual podría llevar a una disminución en inversiones en infraestructura, innovación y calidad de servicio. A largo plazo, esta falta de competencia se traducirá en un ecosistema menos dinámico, con servicios estancados o poco eficientes, sin inversión en mejoras, lo que finalmente afectará también a los ciudadanos.

Otro problema asociado a la gratuidad es el uso ineficiente o abusivo de los recursos. Cuando algo es gratuito, no siempre se valora adecuadamente. En telecomunicaciones, esto puede traducirse en congestión de redes, consumo excesivo de datos, saturación de los servicios y menor cuidado de los dispositivos o infraestructuras públicas. La experiencia internacional muestra que los servicios sin costo pueden generar comportamientos poco responsables por parte de los usuarios, lo que termina degradando la calidad del servicio para todos.

Por ejemplo, como parte de su estrategia de entrada en 2016, la empresa Reliance Jio en India ofreció servicios de voz y datos completamente gratuitos durante varios meses para captar usuarios. Esta política atrajo rápidamente a cientos de millones de suscriptores, transformando el panorama digital del país. Sin embargo, la masificación abrupta del acceso gratuito trajo consigo efectos adversos. Se registraron casos generalizados de consumo excesivo de datos, con usuarios que descargaban películas, música o aplicaciones en grandes volúmenes simplemente por el hecho de que no tenían que pagar. Eventualmente, la empresa tuvo que transitar hacia modelos de pago escalonados para garantizar la sostenibilidad de la red y mejorar su desempeño.

Desde una perspectiva política, una estrategia de gratuidad también puede acarrear consecuencias preocupantes. Ofrecer servicios gratuitos de telecomunicaciones puede convertirse en una herramienta de clientelismo electoral, especialmente si se implementa sin transparencia ni criterios técnicos claros. En lugar de ser una política pública orientada a cerrar la brecha digital, puede utilizarse para ganar votos o fidelizar ciertos sectores sociales, lo que distorsiona su propósito original y socava la legitimidad institucional. Además, si el Estado se convierte en proveedor directo del servicio, corre el riesgo de ser juez y parte, comprometiendo la autonomía de los organismos reguladores que deben velar por la competencia y la calidad en el sector.

¿Qué alternativas tiene entonces México para expandir el acceso a los servicios digitales sin caer en los riesgos mencionados? Una opción viable es implementar subsidios focalizados que permitan reducir el costo del servicio para los usuarios vulnerables sin eliminar completamente su valor económico. Otra posibilidad es ofrecer tarifas sociales o planes básicos asequibles que garanticen el acceso a un conjunto mínimo de servicios sin interferir en el funcionamiento del mercado. También existen experiencias exitosas de alianzas público-privadas, en las que el Estado trabaja junto a empresas del sector para extender la cobertura en zonas rurales o marginadas, compartiendo riesgos y responsabilidades.

En paralelo, es fundamental promover una regulación moderna, flexible y basada en evidencia, que incentive la inversión privada, fomente la competencia, garantice la calidad del servicio y evite la discrecionalidad en las decisiones regulatorias, manteniendo su autonomía frente a los poderes legislativo y ejecutivo. Esta fórmula sencilla, pero poderosa, es la que permitiría construir un sistema de telecomunicaciones verdaderamente inclusivo, sostenible y preparado para los desafíos de un mundo incrementalmente digital.

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La experiencia de José Felipe Otero Muñoz incluye un trabajo en más de 100 proyectos de investigación y escribir numerosos estudios sobre la industria de telecomunicaciones regional Consultar sobre cuestiones de política pública y tecnologías de telecomunicaciones para el Senado de la República de México, el Banco Mundial, la Inter-American Investment Corporation, la Casa Blanca y otras instituciones gubernamentales

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